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San Carlos Eugenio de Mazenod, obispo y fundador

Carlos José Eugenio de Mazenod llegó a un mundo que estaba llamado a cambiar muy rápidamente. Nacido en Aix de Provenza al sur de Francia, el 1 de agosto de 1782, parecía tener asegurada una buena posición y riqueza en su familia, que era de la nobleza menor. Sin embargo, los disturbios de la Revolución francesa cambiaron todo esto para siempre. Cuando Eugerio tenía 8 años su familia huyó de Francia, dejando sus propiedades tras de sí, y comenzó un largo y cada vez más difícil destierro de 11 años de duración. Como refugiados políticos, pasaron por varias ciudades de Italia. Su padre, que había sido Presidente del Tribunal de Cuentas, Ayuda y Finanzas de Aix, se vio forzado a dedicarse al comercio para mantener su familia. Intentó ser un pequeño hombre de negocios, y a medida que los años iban pasando la familia cayó casi en la miseria. Eugenio estudió, durante un corto período, en el Colegio de Nobles de Turín, pero al tener que partir para Venecia, abandonó la escuela formal. Don Bartolo Zinelli, vecino sacerdote, se preocupó por la educación del joven emigrante francés. Don Bartolo dio a Eugenio una educación fundamental, con un sentido de Dios duradero y un régimen de piedad que iba a acompañarle para siempre, a pesar de los altos y bajos de su vida. El cambio posterior a Nápoles, a causa de problemas económicos, le llevó a una etapa de aburrimiento y abandono. La familia se trasladó de nuevo, esta vez hacia Palermo, donde gracias a la bondad del Duque y la Duquesa de Cannizzaro, Eugenio tuvo su primera experiencia de vivir «a lo noble», y le agradó mucho. Tomó el título de «Conde» de Mazenod, siguió la vida cortesana y soñó con tener futuro.

En 1802, a la edad de 20 años, Eugenio pudo volver a su tierra natal y todos sus sueños e ilusiones se vinieron abajo rápidamente. Era simplemente el «Ciudadano» de Mazenod, Francia había cambiado; sus padres estaban separados, su madre luchaba por recuperar las propiedades de la familia. También había planeado el matrimonio de Eugenio con una posible heredera rica. Él cayó en la depresión, viendo poco futuro real para sí. Pero la fe cultivada en Venecia comenzó a afirmarse en él. Se vio profundamente afectado por la situación desastrosa de la Iglesia de Francia, que había sido ridiculizada, atacada y diezmada por la Revolución.

Él llamado al sacerdocio comenzó a manifestársele y Eugenio respondió a este llamado. A pesar de la oposición de su madre, entró en el seminario San Sulpicio de París, y el 21 de diciembre de 1811 era ordenado sacerdote en Amiens. Al volver a Aix de Provenza, no aceptó un nombramiento normal en una parroquia, sino que comenzó a ejercer su sacerdocio atendiendo a los que tenían mayor necesidad espiritual: los prisioneros, los jóvenes, las domésticas y los campesinos. Buscó pronto otros sacerdotes igualmente celosos que se prepararían para marchar fuera de las estructuras acostumbradas y aún poco habituales. Eugenio y sus hombres predicaban en Provenzal, la lengua de la gente sencilla, y no el francés culto. Iban de aldea en aldea, instruyendo en el nivel popular y pasando muchas horas en el confesonario. Entre unas misiones y otras, el grupo se reunía en una vida comunitaria intensa de oración, estudio y amistad. Se llamaban a sí mismos «Misioneros de Provenza».

Sin embargo, para asegurar la continuidad en el trabajo, Eugenio tomó la intrépida decisión de ir directamente al Papa para pedirle el reconocimiento oficial de su grupo como una congregación religiosa de derecho pontificio. Su fe y su perseverancia no cejaron y, el 17 de febrero de 1826, el papa León XII aprobaba la nueva Congregación de los «Misioneros Oblatos de María Inmaculada». Eugenio fue elegido Superior General, y continuó inspirando y guiando a sus hombres durante 35 años, hasta su muerte. Insitió en una formación espiritual profunda y en la vida comunitaria, al mismo tiempo que en el desarrollo de los esfuerzos apostólicos: predicación, trabajo con jóvenes, atención de los santuarios, capellanías de prisiones, confesiones, dirección de seminarios, parroquias. Era un hombre apasionado por Cristo y nunca se opuso a aceptar un nuevo apostolado, si lo veía como una respuesta a las necesidades de la Iglesia. «La gloria de Dios, el bien de la Iglesia y la santificación de las almas» fueron las tres fuerzas que lo impulsaron.

La diócesis de Marsella había sido suprimida durante la Revolución francesa, y la Iglesia local estaba en un estado lamentable. Cuando fue restablecida, el anciano tío de Eugenio, Fortunato de Mazenod, fue nombrado Obispo. Él nombró a Eugenio inmediatamente como Vicario General, y la mayor parte del trabajo de reconstruir la diócesis recayó sobre él. En pocos años, en 1832, Eugenio mismo fue nombrado Obispo auxiliar. Su ordenación episcopal tuvo lugar en Roma, desafiando la pretensión del gobierno francés que se consideraba con derecho a intervenir en tales nombramientos. Esto causó una amarga lucha diplomática y Eugenio cayó en medio de ella con acusaciones, incomprensiones, amenazas y recriminaciones sobre él. A pesar de ello, Eugenio siguió adelante resueltamente, y la crisis llegó a su fin. Cinco años más tarde, al morir el Obispo Fortunato, fue nombrado él mismo como Obispo de Marsella.

Sin dejar la actividad misionera, Eugenio se destacó como un excelente pastor de la Iglesia de Marsella, buscando una buena formación para sus sacerdotes, estableciendo nuevas parroquias, construyendo la Catedral de la ciudad y el espectacular santuario de Nuestra Señora de la Guardia en lo alto de la ciudad, animando a sus sacerdotes a vivir la santidad, introduciendo muchas Congregaciones Religiosas nuevas para trabajar en su diócesis, liderando a sus colegas Obispos en el apoyo a los derechos del Papa. Su figura descolló en la Iglesia de Francia. En 1856, Napoleón III lo nombró Senador, y a su muerte, era decano de los Obispos de Francia. El 21 de mayo de 1861 vio a Eugenio de Mazenod volviendo hacia Dios, a la edad de 79 años, después de una vida coronada de frutos, muchos de los cuales nacieron del sufrimiento. Fue canonizado por SS Juan Pablo II el 3 de diciembre de 1995 en la basílica de San Pedro.