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San Celestino V, papa

No existe figura más patética en la historia de los Papas que la de Pedro di Morone, el anciano ermitaño que, a los cinco meses de pontificado, abdicó voluntariamente y murió cuando era prisionero de su sucesor. Los historiadores han juzgado de diversas maneras su abdicación. Unos alaban la humildad de Celestino V, en tanto que otros le acusan de cobardía. Dante, por ejemplo, le colocó en la antesala del infierno, por haber cometido «la gran cobardía» (L'Inferno, III, 58-61; aunque no es muy seguro que esos versos se refieran a san Celestino). La Iglesia ha sido más misericordiosa: Celestino V fue canonizado en 1313 y su fiesta se celebra en todo el Occidente.

Pedro era el undécimo de los doce hijos de una pareja de campesinos. Nació hacia el año de 1210 en Isernia, en los Abruzos. Como diese muestras de excepcional inteligencia, su madre, que había quedado viuda, hizo el sacrificio de enviarle a la escuela, a pesar de la oposición de sus parientes. Pedro fue, desde niño, «diferente» a sus compañeros. A los veinte años, abandonó el mundo y se retiró a la soledad de la montaña, donde se construyó una celda tan estrecha, que apenas cabía en ella de pie o acostado. A pesar de su deseo de vivir ignorado, recibía, de cuando en cuando, la visita de algunos amigos, quienes acabaron por persuadirle a que recibiese las sagradas órdenes. Pedro se trasladó entonces a Roma, donde fue ordenado sacerdote, pero, en 1246, retornó a los Abruzos. En el camino de vuelta tomó el hábito benedictino, de manos del abad de Faizola, quien le permitió continuar su vida de anacoreta. El santo pasó cinco años en Monte Morone, cerca de Sulmona; pero, en 1251, los vecinos empezaron a talar los bosques de los alrededores, y Pedro se refugió con dos compañeros en la soledad de Monte Majella. Pronto fueron a reunírsele otros discípulos. Al ver que le era imposible vivir en completa soledad, se resignó a lo inevitable y volvió a Monte Morone, a fin de presidir una comunidad de ermitaños que vivieron, al principio, en celdas separadas y construyeron, más tarde, un monasterio. Pedro redactó para su comunidad una regla muy severa, basada en la de san Benito y, en 1274, obtuvo del papa Gregorio X la aprobación de su orden, cuyos miembros se llamaron, después, «Celestinos» (a quienes no hay que confundir con los franciscanos «Celestinos»). La orden de san Celestino ae extendió por toda Europa, y en Francia sobrevivió hasta la Revolución.

A la muerte de Nicolás IV, la cátedra de san Pedro estuvo vacante durante dos años, pues ninguno de los dos partidos rivales quería ceder. Según se cuenta, el ermitaño de Monte Morone envió a los cardenales, que se hallaban reunidos en Perugia, un mensaje en que les amenazaba con la cólera de Dios si seguían demorando la elección. Para escapar de aquel callejón sin salida, el cónclave eligió Papa al propio Pedro. Los cinco mensajeros que fueron a Morone a comunicarle oficialmente la noticia, encontraron al anciano (Pedro tenía ya ochenta y cuatro años) bañado en lágrimas, pues ya le había llegado la noticia de su elección. El pueblo se regocijó de tener un Papa tan santo y despegado del mundo; muchos veían en su pontificado el principio de la nueva era que había predicho Joaquín de Fiore, en la que reinaría el Espíritu Santo y las órdenes religiosas gobernarían al mundo en la paz y el amor. Se dice que doscientas mil personas se reunieron en Aquila para aclamar al nuevo Papa, quien llegó a las puertas de la catedral montado en un borrico, cuyas bridas llevaban el rey de Hungría y el rey de Nápoles, Carlos de Anjou.

Pero, una vez pasadas la consagración y la coronación, se vio claro que Celestino V no estaba preparado para el oficio pontifical. Su ingenuidad le convirtió en instrumento del rey Carlos, quien, naturalmente, le utilizó en su favor y aun le convenció de que trasladase su residencia a Nápoles. El Papa ofendió profundamente a los cardenales italianos al negarse a volver a Roma y al crear trece nuevos cardenales, casi todos favorables a los intereses franconapolitanos. Por otra parte, Celestino V sabía muy poco latín y apenas conocía el derecho canónico, lo cual le llevó a cometer muchos errores. El movimiento rigorista de los "Spirituali" le consideraba como un enviado del cielo, lo mismo que los cazadores de puestos honoríficos, pues el buen Papa daba a todos cuanto le pedían y llegó incluso a otorgar el mismo beneficio a varios individuos. La confusión que todo esto creó fue inaudita.

Desasosegado y perdido en su propio palacio, Celestino V mandó que le construyesen una celda en el interior de él. Al acercarse el adviento, propuso retirarse definitivamente a dicha celda y dejar que tres cardenales se encargasen del gobierno; pero sus consejeros le hicieron ver que eso equivalía, prácticamente, a crear tres Papas rivales. Consciente de su fracaso, desalentado y abrumado por el cansancio, Celestino empezó a cavilar sobre la manera de renunciar a aquella carga insoportable. Aunque la abdicación no tenía precedentes en la historia, el cardenal Gaetani y otros sabios a quienes consultó, le dijeron que era lícita y aun aconsejable, en ciertas circunstancias. El rey de Nápoles y algunos otros elementos se opusieron tenazmente; a pesar de ello, el 13 de diciembre de 1294, en un consistorio que tuvo lugar en Nápoles, san Celestino leyó una solemne declaración de abdicación, en la que alegaba su edad, su ignorancia, su incapacidad y sus maneras y lenguaje de hombre inculto. Inmediatamente después, se quitó las vestiduras pontificias y volvió a revestir el hábito. En seguida, postrándose ante la asamblea, pidió perdón por sus errores y exhortó a los cardenales a repararlos lo mejor posible, mediante la elección de un digno sucesor de san Pedro. La asamblea, muy conmovida, aceptó su renuncia y el santo anciano se retiró gozoso a su convento de Sulmona.

Pero la paz no iba a durar mucho. El cardenal Gaetani, que había sido elegido para sucederle con el nombre de Bonifacio VIII, tuvo que hacer frente a la oposición de un fuerte partido y pidió al rey de Nápoles que enviase a Roma a su predecesor, cuya popularidad podía ayudarle a vencer la oposición. Celestino, al saber la noticia, trató de escapar cruzando el Adriático; pero fue hecho prisionero al cabo de algunos meses de andar errabundo por los bosques. Bonifacio le encerró en una reducida habitación del castillo de Fumone, en las cercanías de Anagni. Ahí murió Celestino V diez meses más tarde, el 19 de mayo de 1296. Se cuenta que acostumbraba decir: «Lo único que yo he deseado en este mundo es una celda y eso es lo que me han dado». El cuerpo de san Celestino descansa en la iglesia de Santa María del Colle, en Aquila, en los Abruzos, donde había sido consagrado obispo y Papa.

El artículo de Mons. Mann sobre san Celestino en el vol. XVII de Lives of the Popes in the Middle Ages, pp. 247-341, vale por muchos libros. Mons. Mann hace notar que las fuentes más importantes sobre san Celestino son una breve colección de documentos pontificios (el «Registrum» oficial se ha perdido), el Opus Metricum del cardenal Jacobo Gaetani de Stofaneschi, y los materiales biográficos publicados por los bolandistas modernos, en Analecta Bollandiana, vols. IX, X, XVI Y XVIII. La novela de John Ayscough (Mons. Bickerstaffe-Drew), «San Celestino», es un estudio muy sutil del infortunado Papa.