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San Cirilo de Jerusalén, obispo y doctor de la Iglesia

Fue una bendición que San Cirilo de Jerusalén, hombre de apacible y de conciliadora disposición, haya vivido en el tiempo de una encarnizada controversia religiosa. El duque de Broglie lo considera como el representante «de la extrema derecha del semi-arrianismo, que rayaba en la ortodoxia, o en la extrema izquierda de la ortodoxia, que se acercaba al semi-arrianismo, pero no hay nada herético en sus enseñanzas». Newman lo describe con mayor precisión, cuando dice: «parecía que tenía miedo de la palabra 'Homousios' (consustancial); de enemistarse con los amigos de Atanasio y con los arrianos; de haber permitido la tiranía de estos últimos; de haber participado en la reconciliación general, y de haber recibido de la Iglesia honores, que tanto en su vida como después de su muerte, a pesar de todas las objeciones que puedan hacerse, si se examina bien su historia, no fueron inmerecidos» (Prefacio de la traducción del Catecismo de Cirilo p. II).

Si no nació en Jerusalén (c. 315), fue llevado allí y sus padres, que eran probablemente cristianos, le dieron una excelente educación. Adquirió un vasto conocimiento de las Sagradas Escrituras, que citaba frecuentemente en sus instrucciones, entrelazando unos pasajes bíblicos con otros. Parece que fue ordenado sacerdote por el obispo de Jerusalén san Máximo, quien apreciaba tanto sus dotes, que le confió la difícil tarea de instruir a los catecúmenos. Sostuvo su cátedra de catequesis durante varios años; en la Basílica de la Santa Cruz de Constanza, vulgarmente llamada Martyrion, para los illuminandi, o candidatos al bautismo, y en la Anástasis o iglesia de la Resurrección, para los que se bautizaban durante la semana de Pascua. Estas conferencias se daban sin libro y los diecinueve discursos catequísticos que han llegado hasta nosotros, son quizá los únicos que fueron escritos. Son de gran valor, pues contienen una exposición de las enseñanzas y ritos de la Iglesia de mediados del siglo IV y forman el primitivo sistema teológico. Encontramos también en ellos interesantes alusiones al descubrimiento de la cruz, a la descripción de la roca que cerraba el santo Sepulcro y al cansancio de los oyentes que habían practicado largos ayunos. No sabemos por qué circunstancias Cirilo sucedió a Máximo en la sede de Jerusalén. Tenemos dos versiones de sus oponentes, pero no coinciden entre sí. San Jerónimo, que nos dejó una de ellas, parece tener prejuicios en contra de él. Sabemos de cierto que san Cirilo fue consagrado legalmente por los obispos de su provincia y si el arriano Acacio, que era uno de ellos, esperaba poderlo manejar fácilmente, se equivocó por completo. El primer año de su episcopado acaeció un fenómeno físico que hizo una gran impresión sobre la ciudad. De este fenómeno envió noticias al emperador Constantino en una carta que aún se conserva. Se ha puesto en duda su autenticidad, pero el estilo indudablemente es suyo y aunque interpolada, ha resistido la crítica adversa. La carta dice: «En las nonas de mayo, hacia la hora tercera, apareció en los cielos una gran cruz iluminada, encima del Gólgota, que llegaba hasta la sagrada montaña de los Olivos: fue vista no por una o dos personas, sino evidente y claramente por toda la ciudad. Esto no fue, como podría creerse, una fantasía ni apariencia momentánea, pues permaneció por varias horas visible a nuestros ojos y más brillante que el sol. La ciudad entera se llenó de temor y regocijo a la vez, ante tal portento y corrieron inmediatamente a la iglesia alabando a Cristo Jesús único Hijo de Dios».

No mucho después de que Cirilo tomara posesión, empezaron a surgir discusiones entre él y Acacio, principalmente sobre la procedencia y jurisdicción de sus respectivas sedes, pero también sobre asuntos de fe, pues Acacio para entonces estaba imbuido en la herejía arriana. Cirilo mantuvo la prioridad de su sede, como si poseyera un «trono apostólico»; mientras que Acacio, como metropolitano de Cesarea, exigía la jurisdicción sobre ella, recordando un canon del Concilio de Nicea que dice: «Ya que por la costumbre o antigua tradición, el obispo de Aelia (Jerusalén) debe recibir honores, dejemos al metropolitano (de Cesarea) en su propia dignidad mantener el segundo lugar». El desacuerdo llegó a una contienda abierta y finalmente Acacio convocó un Concilio de obispos partidarios suyos, al que Cirilo fue citado, pero rehusó a presentarse. Se le acusó de contumacia y de haber vendido propiedades de la Iglesia, durante el hambre, para auxiliar a los necesitados. Esto último sí lo había hecho, como también lo hicieron san Ambrosio y san Agustín y muchos otros grandes prelados que fueron ampliamente comprendidos. De todos modos, el fraudulento concilio lo condenó y fue desterrado de Jerusalén. Salió para Tarso, donde fue hospitalariamente recibido por Silvanus, un obispo semi-arriano, y donde permaneció en espera de la apelación que había hecho a un tribunal superior. Dos años después de su deposición, llegó su apelación ante el Concilio de Seleucia, que estaba integrado por semi-arrianos, arrianos y muy pocos miembros del partido ortodoxo, todos ellos de Egipto, Cirilo tomó asiento entre los semi-arrianos que lo habían ayudado durante su exilio. Acacio objetó violentamente su presencia y abandonó la reunión, aunque regresó pronto a tomar parte en los debates subsecuentes. Su partido tenía minoría, así que fue depuesto, mientras Cirilo fue reivindicado.

Acacio se fue a Constantinopla y persuadió al emperador Constantino a que reuniera otro concilio. Agregó nuevas acusaciones a las antiguas y lo que verdaderamente encolerizó al emperador, fue saber que las vestiduras que él mismo había regalado a Macario para administrar el bautizo, habían sido vendidas y luego vistas en una representación teatral. Acacio triunfó y obtuvo un segundo decreto de exilio en contra de Cirilo, un año después de haber sido repuesto a su sede. A la muerte de Constantino en 361, su sucesor Juliano llamó a todos los obispos a quienes Constantino había desterrado y Cirilo, junto con los demás, regresó a su sede. En comparación con otros reinados, hubo pocos martirios durante la gestión de Juliano el Apóstata, quien cayó en la cuenta de que la sangre de los mártires era la simiente de la iglesia, y procuró con otros medios más refinados desacreditar la religión que él mismo había abandonado. Uno de los planes que tramó, fue la reconstrucción del templo de Jerusalén, con el fin de mostrar la falsedad de la profecía de su ruina permanente. Los historiadores de la Iglesia, Sócrates y Teodoreto, así como otros, se extienden hablando de este intento de Juliano por reconstruir el templo y apelar a los sentimientos nacionales de los judíos. Gibbon y otros agnósticos modernos se mofan de los sucesos sobrenaturales, sismos, esferas de fuego, desplome de paredes, etc... que le hicieron abandonar el proyecto, pero aun Gibbon se ve obligado a admitir que estos prodigios están confirmados no sólo por escritores cristianos, como san Juan Crisóstomo y san Ambrosio, sino también «por extraño que pueda parecer, por el testimonio irrecusable de Ammianus Marcellinus, el soldado filósofo», que era pagano. San Cirilo contemplaba calmadamente los grandes preparativos para la reconstrucción del templo, profetizando que sería un fracaso.

En 367, San Cirilo fue desterrado por tercera vez. Valente decretó la expulsión de todos los prelados llamados por Juliano, pero cuando subió al trono Teodoro, fue vuelto a instalar en su sede, donde permaneció los últimos años de su vida. Le afligió mucho encontrar Jerusalén deshecha por cismas y contiendas, infestada de herejía y manchada por espantosos crímenes. Apeló al Concilio de Antioquía, y le fue enviado san Gregorio de Nisa, quien no se consideró capaz de poner remedio y pronto abandonó Jerusalén, dejando a la posteridad sus «Advertencias en contra de las Peregrinaciones», una colorida y vivida descripción de la moral de la santa ciudad en aquel tiempo.

En 381, san Cirilo y san Gregorio estuvieron presentes en el gran Concilio de Constantinopla (segundo Concilio Ecuménico). En esta ocasión, el obispo de Jerusalén tomó lugar como metropolitano con los patriarcas de Alejandría y Antioquía. Este Concilio promulgó el Símbolo de Nicea, en su forma corregida. Cirilo, que la suscribió junto con los demás, aceptó el término «Homousios», que había llegado a ser considerado como la palabra clave de la ortodoxia. Sócrates y Sozomeno interpretan esta actitud como un acto de arrepentimiento. Por otro lado, en la carta escrita por los obispos al papa San Dámaso, se ensalza a Cirilo como uno de los defensores de la verdad ortodoxa en contra de los arrianos. La Iglesia Católica, al nombrarlo entre sus doctores (1882), confirma la teoría de que siempre fue uno de esos que Atanasio llama: «hermanos que quieren decir lo mismo que nosotros, pero que difieren en el modo de decirlo». Se cree que murió en el 386, a la edad de setenta años, habiendo sido obispo durante treinta y cinco, de los cuales pasó dieciséis en el exilio. Los únicos escritos de San Cirilo que han llegado hasta nosotros son las conferencias catequéticas, un sermón de la piscina de Betseda, la carta al emperador Constantino y otros pequeños fragmentos.

Lo que sabemos de la vida y obras de San Cirilo proviene en su mayoría de los escritos de los historiadores de la Iglesia y de sus contemporáneos. El Acta Sanctorum y especialmente Dom Touttee, en su prefacio a la edición benedictina de este santo padre, han resumido las referencias de mayor importancia. Ver también los artículos sobre San Cirilo en Patrology de Bardenhewer, el DCB y el DTC. Tiene también mucho valor el prefacio de J. H. Newman a la traducción de los Discursos Catequéticos; ver también el texto de la traducción publicada por el Dr. F. L. Cross en 1952. Un excelente boceto de San Cirilo se encuentra en Greek Fathers (1908) pp. 150-168, de A. Fortescue.

Una buena introducción, en español, a sus escritos y su teología, se encuentra en la Patrología de Quasten, BAC, tomo II. En la versión reducida se lo hallará a partir de la pág. 190. En Mercabá hay una buena edición electrónica de las Catequesis completas, en castellano, que incluye las notas de la edición original (cuya referencia, lamentablemente, no da).

Las Catequesis de san Cirilo, cuya belleza de expresión rivaliza con la profundidad de su contenido, son ampliamente utilizadas en el Oficio de Lecturas de la Liturgia de las Horas; desde estos links es posible acceder a cada una de esas lecturas:
Las dos venidas de Cristo (Domingo I de Adviento)
Que la cruz sea tu gozo también en tiempo de persecución (Jueves, IV semana del Tiempo Ordinario )
El bautismo, figura de la pasión de Cristo (Jueves de la Octava de Pascua)
La unción del Espíritu Santo (Viernes de la Octava de Pascua)
El pan del cielo y la bebida de salvación (Sábado de la octava de Pascua)
El agua viva del Espíritu Santo (Lunes VII de Pascua)
Reconoce el mal que has hecho, ahora que es el tiempo propicio (Sábado, XIII semana del Tiempo Ordinario )
La Iglesia o convocación del pueblo de Dios (Miércoles, XVII semana del Tiempo Ordinario)
La Iglesia es la esposa de Cristo (Jueves, XVII semana del Tiempo Ordinario)
La fe realiza obras que superan las fuerzas humanas (Miércoles, XXXI semana del Tiempo Ordinario)
Sobre el símbolo de la fe (Jueves, XXXI semana del Tiempo Ordinario)
Preparad limpios los vasos para recibir al Espíritu Santo (memoria litúrgica del santo obispo, atención: es la tercera lectura)