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San Epifanio de Salamina, obispo

San Epifanio nació en Besandulk, pueblecito en los alrededores de Eleuterópolis de Palestina, hacia el año 310. Como preparación para el estudio de la Sagrada Escritura, aprendió desde joven el hebreo, el copto, el sirio, el griego y el latín. El trato frecuente con los anacoretas, a los que iba a visitar regularmente, despertó en él la inclinación a la vida religiosa, que abrazó desde muy joven. Aunque uno de sus biógrafos dice que tomó el hábito en Palestina, lo cierto es que pasó poco después a Egipto para perfeccionarse en la disciplina ascética, en el seno de alguna de las comunidades del desierto. Hacia el año 333, volvió a Palestina, donde fue ordenado sacerdote. En Eleuterópolis fundó y gobernó un convento. Las mortificaciones que practicaba parecían exageradas a algunos de sus discípulos; pero el santo respondía a sus objeciones: «Dios sólo da el Reino de los Cielos a los que sufren por Él, y cuanto hagamos será siempre poco en comparación con la corona que nos espera». Sus mortificaciones corporales no le impedían dedicarse al estudio y la oración; puede decirse que la mayoría de los libros importantes de la época pasaron por las manos de san Epifanio. En el curso de sus lecturas, le impresionaron particularmente los errores que descubrió en los escritos de Orígenes, a quien consideró desde entonces como la fuente de todas las herejías que afligían a la Iglesia en su tiempo.

En Palestina y en los países circundantes se llegó a considerar a san Epifanio como un oráculo y se decía que cuantos le visitaban salían espiritualmente consolados. Su fama se extendió, con el tiempo, hasta regiones muy distantes y, en el año 367 fue elegido obispo de Salamis (que entonces se llamaba Constancia), en Chipre. Sin embargo, siguió gobernando su monasterio de Eleuterópolis, al que iba de vez en cuando. La caridad del santo con los pobres era ilimitada, y numerosas personas le constituyeron administrador de sus limosnas. Santa Olimpia le confió con ese fin una importante donación de tierras y dinero. La veneración que todos le profesaban le libró de la persecución del emperador arriano Valente; prácticamente fue el único obispo ortodoxo en las riberas del Mediterráneo a quien el emperador no molestó para nada. En 376, san Epifanio emprendió un viaje a Antioquía para convertir a Vital, el obispo apolinarista; pero sus esfuerzos fueron vanos. Seis años más tarde, acompañó a san Paulino de Antioquía a Roma, donde asistieron al Concilio convocado por san Dámaso. Ambos se hospedaron en casa de una amiga de san Jerónimo, la viuda Paula, a la que san Epifanio encontró tres años más tarde en Chipre, cuando se dirigía a Jerusalén para reunirse con su padre espiritual.

San Epifanio era un santo, pero era también un hombre apasionado, y sus prejuicios de hombre de edad le llevaron en algunas ocasiones a excesos lamentables. Así, por ejemplo, después de que el obispo Juan de Jerusalén le había acogido honrosamente como huésped, tuvo el mal gusto de predicar en la catedral un sermón contra el prelado, a quien sospechaba contagiado de origenismo. Como si esto no hubiera sido suficiente, en Belén, que no era su diócesis, se atrevió a ordenar, contra todos los cánones, a Pauliniano, el hermano de san Jerónimo. Las quejas del obispo de Jerusalén y el escándalo provocado por su conducta, le obligaron a llevar consigo a Pauliniano a Chipre. En otra ocasión, furioso al ver una imagen de Nuestro Señor o de un santo sobre la cortina que cubría la puerta de una iglesita de pueblo, desgarró la tela y dijo a los presentes que se sirivesen de los harapos para limpiar el suelo. Cierto que después pagó otra cortina, pero tal vez los habitantes del lugar no quedaron muy contentos. El malvado Teófilo de Alejandría se sirvió de san Epifanio, enviándole a Constantinopla para acusar a los cuatro «hermanos altos», quienes habían escapado de la persecución de Teófilo por apelación al emperador. Al llegar a Constantinopla, san Epifanio se negó a aceptar la hospitalidad que le ofrecía san Juan Crisóstomo, porque éste había protegido a los monjes fugitivos; pero, cuando san Epifanio compareció junto con los cuatro hermanos ante el juez, y éste le exigió que probase sus acusaciones, el santo debió reconocer que no había leído ninguno de sus libros ni conocía nada de sus doctrinas. Muy humillado, sé embarcó, poco después, con rumbo a Salamis, pero falleció en el camino.

San Epifanio es, sobre todo, famoso por sus escritos. Los principales son: el «Anachoratus», una apología de la fe; el «Panarium» o remedio contra todas las herejías; el «Libro de los Pesos y Medidas", en el que describe las costumbres y las medidas de los judíos; y un estudio sobre las piedras preciosas que el sumo sacerdote judío ostentaba en su pectoral. Estas obras, que eran muy apreciadas antiguamente, revelan la vasta cultura del autor; pero, juzgándole con nuestra sensibilidad moderna, san Epifanio carece de sentido crítico y es incapaz de exponer claramente una idea. ¡Con razón, san Juan le describía como «la última reliquia de la antigua piedad»!

Los detalles sobre la vida del santo hay que entresacarlos de las obras de los historiadores de la Iglesia, como Sozomeno y de los controversistas que estudiaron los escritos de Orígenes y la vida de san Juan Crisóstomo. La Academia Prusiana de Ciencias tomó por su cuenta la edición crítica de las obras de san Epifanio, pero la publicación avanzó muy lentamente. Acerca de la vida y los escritos del santo, cf. DTC, vol. V (1913), ce. 363-365; Bardenhewer, Geschichte der altkirchlichen Literatur, vol. III, pp. 293-302; y P. Mass, en Byzantinische Zeitschrijt, vol. 30 (1930), pp. 279-289.