SEMDÍA,RYO

San Ezequiel Moreno Díaz, religioso y obispo

Dios elige a los humildes para hacer cosas grandes. Y humildes fueron los orígenes del que había de ser restaurador de los agustinos recoletos en Colombia, promotor de tres circunscripciones misioneras en esa misma nación, obispo de Pasto y defensor de la Iglesia en su enfrentamiento con el liberalismo en los últimos años del siglo XIX y primeros del XX.

San Ezequiel Moreno nació el año 1848 en Alfaro (La Rioja). Como hijo del pueblo su niñez y adolescencia carecen de historia. Apenas hay en ellas lances dignos de ser recordados. Sus padres, Félix Moreno y Josefa Díaz, eran de extracción humilde y de religiosidad acendrada. Su padre, un modesto sastre, era conocido por su piedad. Ezequiel, el tercero de sus seis hijos, asistió a la escuela pública, formó parte de la capilla de música del pueblo y sirvió a las monjas dominicas de monaguillo y sacristán. De 1861 a 1864 cursó latinidad con intención de ingresar en el noviciado misionero que los agustinos recoletos tenían en el vecino pueblo de Monteagudo, donde ya se encontraba su hermano Eustaquio. El 21 de septiembre de 1864 tomó el hábito religioso y al año siguiente pronunció los votos y el juramento de pasar a las misiones de Filipinas. Entre 1864 y 1871 completó su formación teológica y espiritual en los seminarios de la orden. El 2 de junio de 1871, a los 23 años de edad, recibió la ordenación sacerdotal en Manila.

De 1872 a 1885 ejerció el ministerio sacerdotal en varias islas de Filipinas: Palawan (1872), Mindoro (1873-76) y Luzón (1876-85). Sus ocupaciones fueron las ordinarias de un párroco de la época: misa diaria, catequesis infantil, homilía dominical, atención a los enfermos, dirección de asociaciones católicas, etc. La catequesis, los enfermos y las correrías misionales por los campos de sus parroquias ocupaban su tiempo. En Palawan y Mindoro entró en relación con los infieles que todavía abundaban en amplias zonas de su geografía. Y en todas partes hacía frecuentes visitas a los cristianos diseminados por campos, ríos y sementeras, y desprovistos de servicios civiles y religiosos.

En 1885 volvió a España como prior del noviciado de Monteagudo. En él vivió tres años dedicado a la formación de los futuros misioneros. En sus pláticas a la comunidad torna una y otra vez sobre el culto litúrgico, las devociones populares, el aseo del templo y de los ornamentos sagrados, las ceremonias y el espíritu que debe nutrirlas. Privilegia a la oración mental y al oficio divino, pero de vez en cuando siente la necesidad de asociarse al pueblo y cantar con él las alabanzas del Señor. Saboreaba particularmente la Hora Santa del Jueves Santo, las primeras comuniones, las celebraciones de mayo y junio y otras funciones en honor del Sagrado Corazón y de la Virgen.

Su segunda preocupación fue la observancia regular. A ejemplo de san Pablo, veía en la ley un pedagogo insustituible, que señala al alma el camino que conduce a Cristo, la libra de falsos espejismos y le ahorra multitud de idas y venidas. Las constituciones, el ceremonial, el ritual, cualquier orden o precepto de los superiores suscitaban en su corazón reverencia y acatamiento, y como superior se sentía obligado a trasmitir a sus súbditos esos mismos sentimientos.

En estos años la comunidad era el centro de su vida, pero nunca la quiso aislada del mundo circunstante. Prestaba gustoso sus servicios a los párrocos vecinos, atendía a las comunidades religiosas de la comarca y en momentos de penuria se volcaba en ayuda de los necesitados. Durante la carestía de 1887 llegó a socorrer diariamente a unos 400 menesterosos. De ordinario eran más de trescientos los menesterosos que se acercaban diariamente a la puerta del convento en demanda de una comida regular (Juan Cruz Gómez, 28 enero 1897).

A finales de 1888 Ezequiel cruza el océano con rumbo a Colombia, donde residirá hasta principios de 1906, en que la enfermedad le obligó a tornar a su patria. Este viaje divide su vida en dos grandes secciones. La primera, según queda apuntado, se asemeja a la de tantos religiosos y párrocos de la época. En la segunda adquiere relieve público y se convierte en símbolo de una causa. Actúa en ambientes más complejos y desempeña funciones más delicadas.

Hasta 1894 reside en Santafé de Bogotá, ocupado en la restauración de la antigua provincia agustino-recoleta de Colombia, reducida entonces a un minúsculo grupo de religiosos exclaustrados, dispersos por parroquias y capellanías y ayunos de espíritu corporativo. Simultáneamente desarrolla una intensa actividad apostólica y promueve la restauración de las misiones de Casanare, en decadencia desde los días de la Independencia (1810-21) y casi desamparadas durante los últimos cinco lustros. En 1893 la Santa Sede creaba el vicariato apostólico de Casanare y confiaba su administración al padre Ezequiel, a quien elevaba a la dignidad episcopal. Casanare se convertía así en el primer vicariato apostólico de Colombia y abría una nueva época en la historia de sus misiones.

Su permanencia en Casanare no llegó a dos años y durante varios meses se vio entorpecida por la guerra civil y los rumores de su traslado a la sede de Pasto. Sin embargo, recorrió todo su territorio y confeccionó un buen programa pastoral. Distribuyó a sus 16 misioneros en cuatro puntos: Arauca, al norte; Támara, en el centro; Orocué, al sur; y Chámeza, al oeste. Impulsó la catequesis y se interesó por los infieles guahibos y sálivas, para cuyos hijos preparó sendos orfanatos, organizó asociaciones católicas y, sobre todo, se empeñó en que la palabra de Dios volviera a resonar con regularidad en aquellos inmensos parajes.

El 2 de diciembre de 1895 fue preconizado obispo de Pasto, pero hasta junio del año siguiente no pudo trasladarse a su destino. Fue un pastor vigilante, consciente de su responsabilidad y atento a las necesidades de sus ovejas, a las que supo alimentar con doctrina segura y abundante. Sus circulares, pastorales y opúsculos doctrinales, transparentes y transidos de fervor, eran buscados dentro y fuera de su diócesis, porque afrontaban los temas más candentes de cada momento y proponían una doctrina inspirada en los valores perennes del Evangelio. Su enfrentamiento con el liberalismo no es más que una simple manifestación de su celo pastoral. Veía en él un cuerpo de ideas y procedimientos contrarios al cristianismo y una voluntad explícita de desterrar a Cristo de la sociedad y de las almas. Sus ideas proceden de las encíclicas de Pío IX y León XIII, que conocía a la perfección, del magisterio de otros obispos y de prestigiosos moralistas, canonistas y tratadistas religiosos de la época. Pero la educación recibida, la tradición antirreligiosa del liberalismo colombiano y la virulencia antieclesiástica del gobierno de Ecuador, contiguo y en estrecha comunicación con su diócesis, le inclinaron a interpretar las orientaciones romanas en sentido restrictivo.

Giró varias visitas pastorales, llegando incluso a las regiones más inhóspitas de su vastísima diócesis (160.000 km2). Promovió la creación de sendas prefecturas apostólicas en el Caquetá y Tumaco. Dio gran impulso a las misiones populares, al culto al Sagrado Corazón y, sobre todo, a la catequesis, a la que dedicó varias circulares y pastorales. En las visitas pastorales le gustaba presenciar la catequesis «sentado en cualquier asiento y a veces en el suelo». Otras veces la dirigía él mismo al aire libre y sentado sobre un tronco de árbol. A los párrocos les recordó la obligación de no omitir la homilía durante la misa del domingo ni la instrucción religiosa después de ella.

Visitaba semanalmente el hospital y el orfanato y, menos a menudo, la cárcel. De vez en cuando se sentaba en el confesionario. Las fiestas más solemnes y los domingos de adviento y cuaresma predicaba en la catedral. Siguió de cerca la formación de sus seminaristas y envió a dos de ellos a ampliar estudios en Roma. Con el clero, tanto secular como regular, estuvo siempre en buenas relaciones. Los ejercicios anuales solía celebrarlos en compañía del clero diocesano. No admitía acusación alguna contra sus sacerdotes que no estuviera sufragada por dos o más testigos.

San Ezequiel no fue mártir en sentido estricto. Pero sufrió penas y dolores de auténtico mártir. Su vida entera rezuma privaciones, sufrimientos, dolores físicos y morales. Y sus últimos meses fueron un martirio prolongado. A finales de junio de 1905 advierte la presencia de unas llagas malignas en la nariz. Se siente débil, con la cabeza cargada y molestias en la boca. Pero durante meses conduce la vida de siempre. Se levanta a la misma hora, despacha los asuntos ordinarios y hasta piensa en la erección de una prefectura apostólica en Tumaco. A finales de octubre recibe con la máxima serenidad la confirmación de que el origen de todos sus males es un cáncer maligno: «Me he puesto en las manos de Dios. Él hará su santa voluntad».

El clero de la diócesis no compartió su indiferencia y le ordenó viajar a Barcelona, donde se esperaba que un célebre cirujano pudiera operarlo con éxito. Él acata la voluntad de su clero y el 18 de diciembre sale rumbo a Barcelona. Iba postrado, sin apetito y con dolores continuos. Sin embargo, no se le escapa un lamento y tiene ánimos para ir a despedirse de la Virgen de Las Lajas, ordenar a un diácono en el camino y celebrar misa todos los días.

El 10 de febrero llegaba a Madrid, pero tan desmejorado que los religiosos de su orden no le permitieron seguir a Barcelona. El 14 entraba en el quirófano de la clínica del Rosario, donde durante tres horas soportó horribles torturas «con heroísmo de santo y bienaventurado», sin una queja, sin un movimiento de protesta. Le extirparon las tumoraciones de las dos fosas nasales, el vómer y el hueso etmoides, todo lo cual exigió la resección completa de la nariz. Luego le rasparon el velo del paladar, el cielo de la boca y otros tejidos cancerosos. Varios de estos cortes y raspamientos los soportó en estado de plena conciencia, porque «la situación especial de su lesión» aconsejó la suspensión de la anestesia. Las mismas muestras de fortaleza dio en una segunda operación a que fue sometido el día 29 de marzo, así como en las cauterizaciones, raspamientos y amputaciones de los apéndices cárnicos que periódicamente se le reproducían en la boca.

Por desgracia estos tormentos no le devolvieron la salud y ni siquiera aliviaron sus dolores. Consciente de la proximidad de su fin, el 31 de mayo decide abandonar Madrid y viaja a Monteagudo para rendir su alma al Creador al lado de su amada Virgen del Camino: «voy a morirme al lado de mi madre». El 19 de agosto, tras ajustarse él mismo las ropas de la cama y con la mirada fija en el crucifijo, exhalaba su último suspiro.

El halo de santidad que le había rodeado de vivo creció con su muerte. En 1910 la autoridad diocesana abría en Pasto el proceso informativo sobre su vida y virtudes, que, tras más de sesenta años de estudio, habrían de conducir a su beatificación el 1 de noviembre de 1975 y a su canonización el 11 de octubre de 1992. Su cuerpo incorrupto se venera en la iglesia del convento de Monteagudo.

Extractado de «San Ezequiel Moreno, obispo de Pasto - Trayectoria biográfica», por A. Martínez Cuesta
Bibliografía citada por el autor: Cartas pastorales, circulares y otros escritos del ilmo Ezequiel Moreno, ed. de T. Minguella, Madrid 1908; Epistolario del beato Ezequiel Moreno, ed. de A Martínez Cuesta, Roma 1982; Obras completas. Vols. 1-4: Epistolario, Madrid 2006- 2007; T. Minguella, Biografía del Ilmo. fr. Ezequiel Moreno, Barcelona 1909; A. Martínez Cuesta, Beato Ezequiel Moreno. El camino del deber, Roma 1975; IDEM, San Ezequiel Moreno, fraile, obispo y misionero, Madrid 1992.