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San Francisco Coll, religioso presbítero

Fundador de las Hermanas Dominicas de la Anunciata, nació en Gombrèn, diócesis de Vic y provincia de Gerona, en España, el 18 de mayo de 1812. El 19 del mismo mes y año recibió el bautismo. Desde la infancia se sintió inclinado al sacerdocio y, en orden a su preparación, se incorporó al seminario de la capital de su diócesis en 1823, donde cursó estudios humanísticos y el trienio filosófico. En 1830 ingresó en la Orden de Santo Domingo en el convento de la Anunciación de Gerona. Tras el año de noviciado y consiguiente profesión religiosa hasta la muerte, se entregó, en octubre de 1831, al estudio de la teología, y recibió las órdenes sagradas hasta el diaconado inclusive.

En agosto de 1835, con sus hermanos de comunidad, se vio obligado a abandonar el convento a causa de las leyes persecutorias contra los religiosos en España. Vivió heroicamente su consagración religiosa en calidad de fraile exclaustrado, ya que a lo largo de la vida no fue posible restaurar convento alguno de frailes de la Orden de Predicadores en el territorio de la Provincia de Aragón a la que pertenecía. Recibió el presbiterado en Solsona el 28 de mayo de 1836 y, al comprobar que no se autorizaba la reapertura de conventos, de acuerdo con los superiores, ofreció sus servicios ministeriales al Obispo de Vic. Éste lo envió como coadjutor a la parroquia de Artés, primero, y, poco después, en diciembre de 1839, a la de Moià.

Desde el comienzo de su entrega al ministerio asumió tareas que iban más allá de las estrictamente parroquiales. El celo que le devoraba lo salvó de la inercia de la exclaustración. Formó en un principio parte de la «Hermandad Apostólica » que promovió San Antonio Mª Claret, y se entregó a predicar ejercicios espirituales y misiones populares. En 1848 recibió el título de «Misionero Apostólico». Diferentes Prelados lo llamaron a sus diócesis para que desarrollara una predicación misionera, que fue pacificadora en tiempo de frecuentes guerras civiles. Su nombre se hizo popular y venerado por las diferentes comarcas de Cataluña.

Reclamaban a porfía su predicación evangélica orientada a reavivar la fe en medio del Pueblo de Dios y a conseguir el retorno de los alejados a las prácticas religiosas. Se valió muy especialmente del Rosario, que propagó entre las gentes de pueblos y ciudades por medio de la renovación de cofradías, establecimiento del «Rosario Perpetuo» en que se alistaban miles de personas, e instrucciones dirigidas a los fieles para que meditaran con fruto sus misterios. En orden a este mismo objeto publicó pequeños libros, titulados «La Hermosa Rosa» y «Escala del Cielo», de los que se hicieron varias ediciones con gran número de ejemplares en cada una de ellas, porque los distribuía abundantemente en las misiones. Predicaba todos los años la cuaresma y los meses de mayo y octubre en honor de María en núcleos importantes por su población: Barcelona, Lérida, Vic, Gerona, Solsona, Manresa, Igualada, Tremp, Agramunt, Balaguer...

Al comprobar la ignorancia religiosa y la falta de correspondencia a las normas de la vida cristiana por parte de los bautizados fundó el 15 de agosto de 1856 la Congregación de Hermanas Dominicas de la Anunciata, para la santificación de sus miembros y la educación cristiana de la infancia y de la juventud, muy afectada por el abandono e ignorancia religiosa. Se halla extendida, no sólo por Europa, sino también por América, África y Asia.

La entrega a la predicación, particularmente por medio de ejercicios espirituales dirigidos a sacerdotes y religiosas, misiones populares, cuaresmas, novenarios y otros modos de evangelización, bien puede decirse que continuó hasta el fin de la vida, aun cuando en los cinco últimos años se vio afectado por una progresiva enfermedad de apoplejía y consiguiente ceguera, que se le declaró el mismo día en que los Obispos del mundo católico se reunían en Roma para iniciar los trabajos del Concilio Vaticano I. Falleció santamente en Vic el 2 de abril de 1875. Fue beatificado por SS Juan Pablo II el 29 de abril de 1979 y canonizado or SS Benedicto XVI el 11 de octubre de 2009.

Debemos hacer oración para dar gloria a Dios. A ella acudiremos con gran esperanza de alcanzar fortaleza en la lucha cotidiana. Durante la misma se ha de avivar la fe en la presencia de Dios que quiere tratar con todos. (Obras Completas, p. 10)

Quiero hacer la voluntad de Dios y prometo practicar la oración con toda humildad y confianza, conformándome a la voluntad divina, por más tentaciones, desconfianzas y sequedades que el Señor permita. El ejemplo de Cristo orante me servirá de ánimo y de consuelo. Es muy necesario saber practicar la humildad de corazón. (OC, pp. 63-64)

Hagamos oración, hijos de Jesús y de María. Es tan importante para nosotros, como lo es el alimento para el cuerpo. Así como el alimento es necesario al rey y al vasallo, al rico y al pobre, al eclesiástico y al seglar; del mismo modo, a todos éstos para cumplir sus deberes como buenos cristianos, les es indispensable la oración. Aseguran los Santos, que el cristiano sin oración es un árbol sin fruto, una fuente sin agua, un soldado sin armas y un plaza sin muralla que no puede defenderse de los enemigos. (OC, p. 386)

Tenemos el memorial del Rosario de María. Éste es nuestro santo rezo, y éste es el que ponemos, cuando lo rezamos, en manos de María, y ella lo presenta y pone en las manos de nuestro Padre celestial. ¿Habrá gracia alguna que no alcancemos para nosotros o para nuestros prójimos, si presentamos, como se debe, este perfectísimo memorial, el Santo Rosario? Estoy cierto y seguro que no, si lo rezamos como corresponde, pues la misma Virgen María lo ha asegurado. Rezadlo, rezadlo con viva fe, con toda humildad, con todo el fervor y atención posibles. (OC, p. 225)