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San Hugo de Grenoble, obispo

San Hugo nació en Cháteauneuf, cerca de Valences del Delfinado, en 1052. Su padre, Odilón, que se había casado dos veces, entró en la Cartuja y murió a los cien años de edad en brazos de su propio hijo, quien le administró el santo viático. Hugo empezó su educación en Valences y la terminó brillantemente en el extranjero. Aunque era todavía laico, obtuvo una canonjía en la catedral de Valences, pues en aquella época se conferían ciertos beneficios eclesiásticos a los estudiantes que aún no habían recibido las sagradas órdenes. Hugo, obispo de Die, quedó conquistado por las cualidades de nuestro santo y decidió tomarlo a su servicio. Nada tiene esto de extraño, pues san Hugo era muy joven, simpático y extremadamente tímido; por otra parte, su cortesía y su modestia, que le llevaban a ocultar su talento y su ciencia, le habían ganado los corazones. El obispo de Die tuvo pronto ocasión de comprobar las excelentes cualidades de su protegido, en unas difíciles negociaciones de la campaña contra la simonía. En 1080, Ie llevó consigo al sínodo de Aviñón, que se había reunido, entre otras cosas, para tomar medidas contra los abusos que se habían introducido en la sede vacante de Grénoble. Tanto el concilio como los delegados de Grénoble vieron en el canónigo Hugo al hombre capaz de poner fin a los desórdenes de Grénoble, pero tuvieron gran dificultad en hacerle aceptar esa elección unánime. El delegado pontificio le confirió las órdenes sagradas y le llevó consigo a Roma para que recibiese la consagración episcopal de manos del Sumo Pontífice. La bondadosa acogida que le dispensó san Gregorio VII, movió a san Hugo a consultarle acerca de las tentaciones de blasfemia que le asaltaban con frecuencia, pues naturalmente le hacían sufrir mucho y, según pensaba él, le hacían inepto para la dignidad episcopal. El papa le tranquilizó, explicándole que Dios permitía esas pruebas para purificarle y convertirle en un instrumento más apto para la realización de sus planes. San Hugo fue presa de las mismas tentaciones hasta su última enfermedad, pero jamás cedió a las instigaciones del demonio.

La condesa Matilde regaló al nuevo obispo, que no tenía más que veintiocho años, el báculo pastoral y algunos libros, entre los que se contaban el «De officiis ministrorum» de san Ambrosio y un salterio que contenía algunos comentarios de san Agustín. San Hugo partió a su diócesis inmediatamente después de la consagración y quedó aterrado al ver el estado de su grey. Se cometían abiertamente los más graves pecados; la simonía y la usura abundaban; el clero hacía caso omiso de la obligación del celibato; el pueblo carecía de instrucción; los laicos se habían apoderado de las propiedades de la Iglesia y la sede estaba en bancarrota. La tarea que el santo tenía frente a sí era inmensa. Durante dos años luchó contra los abusos, predicando incansablemente, denunciando a los culpables, ayunando rigurosamente y orando sin interrupción. Sin embargo, los excelentes resultados que consiguió con ello eran patentes a todos, excepto para él; no veía sino los fracasos, que atribuía a su ineptitud. Desalentado, se retiró furtivamente a la abadía cluniacense de Chaise-Dieu, donde tomó el hábito benedictino. Pero su retiro no duró mucho, ya que el papa le ordenó que volviese a Grénoble a continuar en el gobierno de su diócesis. A su vuelta de la soledad, san Hugo, como Moisés cuando bajó de la montaña, predicó con mayor fervor y éxito que antes. San Bruno y sus compañeros acudieron a él, decididos a abandonar el mundo, y el santo obispo les regaló el desierto de Chartreuse, del que la nueva orden tomó el nombre de Cartuja. San Hugo concibió gran cariño por los monjes; gustaba mucho de ir a visitarlos en la soledad, se les unía en los ejercicios de piedad y en los más humildes oficios. Algunas veces se quedaba tanto tiempo con ellos, que san Bruno se veía obligado a recordarle sus deberes pastorales.

Esos períodos de retiro eran como claros oasis en una existencia dura y agitada. San Hugo tuvo gran éxito con el clero y el pueblo, pero los nobles le opusieron resistencia hasta el fin de su vida. Por otra parte, durante los últimos cuarenta años sufrió de terribles dolores de cabeza y trastornos gástricos y se vio atormentado por tremendas tentaciones. Pero Dios no dejó de concederle algunos consuelos espirituales que le llenaban de gozo. Cuando San Hugo predicaba, no era raro que llorasen todos sus oyentes y que algunos se sintiesen movidos a hacer confesiones públicas. El santo tenía gran horror al pecado; las calumnias le disgustaban tanto, que tenía dificultad en cumplir su deber de leer los informes oficiales y cerraba los oídos a las noticias del día. Las cosas temporales le parecían tediosas en comparación con las espirituales en las que tenía puesto el corazón. En vano rogó a varios papas que le diesen permiso de renunciar al gobierno de su diócesis; siempre recibió negativas rotundas. Honorio II, a quien se quejó de su edad y su debilidad, replicó que prefería tenerle a él, viejo y enfermo, en el gobierno de la sede de Grénoble, que al hombre más fuerte y más sano que pudiese encontrar.

San Hugo era muy generoso con los pobres. En una época de hambre, vendió un cáliz de oro y muchas joyas y piedras preciosas de su iglesia. Su ejemplo movió a los ricos a combatir el hambre del pueblo y a contribuir a las necesidades de la diócesis. Hacia el fin de su vida, san Hugo sufrió una dolorosa enfermedad, pero jamás habló de ello ni pronunció una sola palabra de queja. Olvidado de sí mismo, sólo se preocupaba por los demás. Su humildad era tanto más extraordinaria, cuanto que todos le manifestaban la mayor reverencia y afecto. Alguien le preguntó un día: «¿Por qué lloras tan amargamente, tú que no has ofendido jamás a Dios a sabiendas?» El santo respondió: «La vanidad y los afectos desordenados bastan para condenar a un hombre. Sólo la misericordia de Dios puede salvarnos, de suerte que no debemos dejar de implorarla». Poco antes de su muerte, perdió totalmente la memoria, excepto para la oración, y pasaba el tiempo repitiendo el salterio y el Padrenuestro. Su muerte ocurrió el 1° de abril de 1132, dos meses antes de que cumpliese ochenta años, después de haber gobernado su diócesis durante cincuenta y dos años. El papa Inocencio II le canonizó dos años más tarde.

La principal fuente sobre la vida de San Hugo es la biografía latina, escrita por Guigo, prior de la Grande Chartreuse, quien murió cinco años después de san Hugo. Puede verse dicha biografía en Acta Sanctorum, abril, vol. I y en otras partes. Ver también Albert du Boys, Vie de St. Hugues (1827); Bellet, en Bulletin Soc. Archéol. Drome (1894), XXVIII, 5-31, y Marion, Circulaire de l'Eglise de Grénoble (1869) . San Hugo se cuenta entre los escritores eclesiásticos sobre todo por su contribución a los cartularios; en la biblioteca de Grénoble existen algunas copias, con curiosas notas históricas. Con frecuencia se cita a San Hugo con San Bruno como cofundador de la «Grande Chartreuse».