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San Pablo de Constantinopla, obispo y mártir

San Pablo era nativo de Tesalónica, pero desde su niñez fue secretario del obispo Alejandro, en Constantinopla. Era todavía muy joven cuando tenía el cargo de diácono en aquella iglesia, y el anciano jerarca, en su lecho de muerte (al parecer en el año 336), recomendó a Pablo como sucesor suyo. Los electores confirmaron la elección. En consecuencia, los más altos prelados ortodoxos consagraron obispo a san Pablo. Todo lo que prácticamente se sabe de él y de su vida es que su episcopado se vio sacudido por algunas tempestades causadas por los herejes arrianos, que habían apoyado la candidatura de un diácono de mayor edad llamado Macedonio. A instancia de los rebeldes, el emperador Constancio convocó a un concilio de obispos arrianos, quienes acabaron por deponer a Pablo. La sede vacante no fue ocupada por Macedonio, sino por el metropolitano Eusebio, de la vecina diócesis de Nicomedia. San Pablo se refugió en el Occidente y no pudo recuperar su sede hasta después de la muerte de su poderoso antagonista que, por otra parte, no tardó mucho en ocurrir.

El regreso del obispo Pablo a Constantinopla, fue recibido con regocijo popular. Los arrianos que aún se negaban a reconocerle, instalaron a un obispo rival en la persona del anciano Macedonio; muy pronto el conflicto estalló abiertamente, y las calles de la ciudad fueron el escenario de violentos tumultos. Constancio intentó restablecer el orden y ordenó a su general Hermógenes que expulsara a Pablo de Constantinopla. Pero el populacho, enfurecido ante la perspectiva de perder a su obispo, incendió la casa del general, lo atrapó cuando huía, lo asesinó y arrastró su cadáver por las calles. El ultraje hizo que el propio Constancio se presentase en la ciudad. Perdonó al pueblo, pero envió a san Pablo al exilio. Por otra parte, se negó a confirmar la elección de Macedonio, puesto que, lo mismo que la de su rival, había tenido lugar sin la sanción imperial.

Una vez más encontramos a san Pablo en Constantinopla en el año 344. Por entonces, Constancio accedió a restablecerlo en su puesto, por temor a incurrir en el descontento de su hermano Constante, quien se había aliado con el papa san Julio I para apoyar a Pablo. Pero al morir el emperador de Occidente, en 350, Constancio envió a Constantinopla al prefecto pretoriano Felipe, con instrucciones precisas para que expulsara a Pablo e instalase a Macedonio en su lugar. Para no correr una suerte tan trágica como la del general Hermógenes, el astuto Felipe recurrió a una estratagema. Invitó a san Pablo a encontrarse con él en los baños públicos de Zeuxippus y, mientras el pueblo, que sospechaba alguna mala jugada, se apiñaba frente al edificio, sacó a Pablo por una ventana posterior, sus hombres se apoderaron de él y lo embarcaron al instante. El infortunado obispo fue desterrado a Singara, en Mesopotamia; de ahí se le trasladó a la ciudad siria de Emesa y, por fin, a la de Cucusus, en Armenia (Cincuenta y cuatro años después, otro obispo de Constantinopla, san Juan Crisóstomo, fue exilado al mismo lugar). Ahí le dejaron encerrado en un siniestro calabozo durante seis días con sus noches, privado de alimento, y luego fue estrangulado. Éste, por lo menos, es el relato que hizo Filagrio, un funcionario que estaba de servicio en Cucusus por entonces.

La vida y los hechos de San Pablo I de Constantinopla, pertenecen a la historia eclesiástica en general. Sobre la vida privada de san Pablo como hombre y como pastor de almas, no sabemos casi nada, a pesar de que hay dos biografías griegas posteriores, impresas en Minge, PG. (ver Biblioteca Hagiográfica Griega, nn. 1472, 1473). Los bolandistas en Acta Sanctorum, junio, vol. II, reunieron todas las informaciones que pudieron encontrar en la antigua literatura cristiana. Su fiesta, que griegos, armenios, y ahora también la Iglesia latina, celebran el 6 de noviembre, está señalada para el 5 de octubre entre los coptos. Hay que señalar que el Hieronymianum conmemora a san Pablo y, de ahí pasó su nombre al «Félire» de Oengus.