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San Teobaldo de Provins, presbítero y eremita

Este Teobaldo era de la familia de los condes de Champagne, hijo del conde Arnoul, nacido en Provins, en la región de Brie, en 1017. En su temprana juventud, leyó obras sobre la vida que llevaban los padres del desierto y quedó muy impresionado por los ejemplos de abnegación, renunciamiento, contemplación y perfección cristiana que se le presentaban; la existencia de san Juan Bautista, san Pablo el Ermitaño, san Antonio y san Arsenio en las yermas soledades, le apasionaban y no deseaba otra cosa que imitarlos. Cuando su padre le mandó que se pusiese a la cabeza de un cuerpo de la tropa para emprender una campaña, el muchacho le contestó, con mucho respeto, que estaría dispuesto a obedecerle si no fuera porque había hecho el voto de apartarse del mundo. A regañadientes, el conde Arnoul acabó por dar su consentimiento.

Junto con otro joven de la nobleza, llamado Walter, se refugió en la abadía de Saint Remi, en Reims. Los dos, vestidos como mendigos, salieron a poco del monasterio; se dirigieron, primero hacia Suxy, en las Arderías y luego, a los bosques de Pettingen, en Luxenburgo, donde encontraron la absoluta soledad que buscaban. Ahí construyeron dos pequeñas celdas para vivir en ellas. Como el trabajo manual es un deber necesario en la vida de ascetismo o de penitencia, y ellos no sabían tejer esteras ni cestos, iban diariamente a la población más próxima para ofrecerse, por jornadas, como peones de los albañiles, ayudantes de los labradores, o para acarrear piedras, recoger cosechas, cargar y descargar carretas, limpiar los establos o mover los fuelles para los hornos de los herreros. Gastaban sus jornales en comprar un poco de pan de centeno, que era todo lo que comían, y daban el resto a los pobres. Mientras trabajaban con sus manos, tenían el corazón puesto en la plegaria; por las noches, se mantenían en vela para cantar juntos los salmos. La fama de su santidad les molestaba hasta el extremo de que decidieron partir de aquel lugar en que ya no podían vivir ignorados. Emprendieron una peregrinación a Santiago de Compostela y de ahí se fueron a Roma. Luego de visitar todos los lugares de veneración en Italia, eligieron, para retirarse, un bosquecillo llamado Salanigo, cerca de Vicenza. Dos años después, Dios llamó a su seno a Walter. Teobaldo tomó la pérdida de su amigo como una advertencia de que a él mismo le quedaba poco por vivir y, entonces, multiplicó sus penitencias, austeridades y oraciones. Numerosos discípulos se reunían en torno a él y el obispo de Vicenza le elevó a las órdenes sacerdotales para que pudiera atenderlos con mayor provecho.

Su fama se extendió tanto que no tardaron en descubrirse sus antecedentes, su dignidad y su linaje; los padres de Teobaldo recibieron la noticia de que el hijo a quien creían muerto estaba vivo, y que era nada menos que aquel ermitaño de Salanigo, de quien habían oído tantas historias de santidad, milagros y profecías. Tanto el conde como su mujer eran ya muy ancianos, pero inmediatamente emprendieron el viaje a Italia para ver a su hijo. Gisele, la condesa, obtuvo el permiso de su marido para quedarse junto al ermitaño hasta el fin de sus días y Teobaldo construyó para ella una choza a corta distancia de la suya. Poco tiempo después, san Teobaldo cayó enfermo, pero no fue para morir: le sobrevino un mal doloroso y repulsivo que él soportó con infinita paciencia. Poco antes de morir, mandó llamar a un abad de los ermitaños camaldulenses, de cuyas manos había recibido los hábitos. A él le hizo su profesión, le confió a su madre y a sus discípulos y, tras de recibir el viático, murió en paz, el último día de junio de 1066. Menos de siete años después, le canonizó el Papa Alejandro II.

Una muy completa biografía contemporánea, escrita por Pedro, abad de Vangadizza, fue impresa por Mabillon y por los bolandistas en el Acta Sanctorum, junio, vol. VII. Por una confusión muy curiosa, Teobaldo fue honrado durante tiempo, erróneamente, como el fundador de la iglesia y la ciudad de Thann, en Alsacia. Ver Analecta Bollandiana, vol. XXIV (1905), p. 150. El santo es el patrón de los carboneros y, a veces, se le llama "le Charbonnier".