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Santa Ángela de Foligno, viuda

Ángela de Foligno es una de las grandes místicas y contemplativas de la Edad Media, junto con santa Catalina de Siena y santa Catalina de Génova. La beata tenía una personalidad muy característica, y se la considera como una figura fuera de lo común, dentro del gran movimiento franciscano que ejerció una influencia tan grande en Italia central. En muchos aspectos, Ángela de Foligno fue el polo opuesto de san Francisco de Asís, cuya vida fue eminentemente activa, en tanto que la de Ángela fue exclusivamente contemplativa. San Francisco veía a Dios en todas las criaturas; Ángela veía a todas las criaturas en Dios. Pero los dos representan la misma realidad cristiana del amor gozoso.

Se conoce muy poco de la vida de la beata; ni siquiera sabemos cuál era el apellido de su familia. Debió nacer hacia el año 1248. Pertenecía a una buena familia de Foligno, población en la que nació y vivió. Se casó con un hombre rico y tuvo varios hijos. Durante la primera parte de su vida, Ángela fue mundana y poco devota. Según cuenta ella misma, no sólo era negligente y egoísta, sino verdaderamente pecadora. Pero, en 1285, tuvo la famosa visión de la Verdadera Luz, ese llamamiento al amor en el sufrimiento, a la paz de los gozos más duraderos que los del mundo. Su conversión fue súbita e impetuosa, exaltada y gozosa, como su carácter. Iluminada por la nueva luz, la beata comprendió que su vida, considerada por ella como inocua, y sin grandes ideales, era en realidad una vida de pecado. Este convencimiento la movió a buscar la penitencia, el sufrimiento, el sacrificio, la renuncia total y alegre de quien lo pierde todo para encontrar el Todo, la fe victoriosa de su gran modelo, san Francisco de Asís, en cuya tercera orden ingresó.

Pero, desde su conversión, aunque la beata siguió viviendo en el mundo, poco a poco se fueron desatando los lazos que la unían a él. Su madre, a la que profesaba un gran cariño, lo que constituía un obstáculo a su nueva vida, murió al poco tiempo. Algo más tarde, murió su esposo, y finalmente, sus hijos. Aunque el biógrafo de la beata se extiende en consideraciones sobre las maravillas de la Providencia, que le abrió así el camino de la perfección, Ángela no era una mujer desnaturalizada y el hermano Arnoldo dice que sufrió enormemente con estos golpes. Pero su conversión había sido tan total e impetuosa, que todas las cosas, las penas y las alegrías constituían una viviente unidad, como en el caso de san Francisco. Para los franciscanos de aquella época, lo único que existía era el amor de Dios.

Lo poco que sabemos sobre la vida de Ángela nos ha sido transmitido por el hermano Arnoldo, el franciscano que fue su confesor y consiguió que la beata le dictase un relato de sus visiones (aunque la tercera sección del manuscrito no fue escrita ni publicada por el hermano Arnoldo, como se había supuesto). Arnoldo narra que Ángela renunció a todas sus posesiones y que lo último que vendió fue un «castillo» por el que sentía especial predilección. Este sacrificio le había sido exigido en una visión, junto con lá invitación a abrazar la pobreza franciscana, si quería ser perfecta. Arnoldo nos cuenta que, cuando él leía a Ángela lo que había escrito, la beata le decía que no la había entendido y que había interpretado mal sus palabras; otras veces decía que sus visiones parecían blasfemias al formularlas en palabras. Arnoldo previene al lector contra el escándalo que podrían producirle los éxtasis de la beata y se hace notar que, cuanto más altas eran las visiones, mayor era la humildad de Ángela. Así, pues, cuando la sierva de Dios dice que Dios la levantó «para siempre» a un nuevo estado de gozo y de luz, sus palabras no tienen nada que ver con la presunción y el orgullo espiritual, sino que significan simplemente que progresaba de continuo en la virtud y que iba adquiriendo un conocimiento más claro de Dios y una soledad espiritual no experimentada anteriormente.

Alrededor de Ángela se formó un grupo de terciarios y terciarias franciscanos. El hermano Arnoldo nos dice que le era especialmente adicta «una virgen cristiana» que vivía con ella. Esta compañera de Ángela no carecía de respeto humano. En efecto, un día en que las dos caminaban fuera de Foligno (tal vez en las colinas de Spello o de Asís, o a lo largo de la llanura que se extiende hasta Rivoroto y Santa María degli Angeli), Ángela entró en éxtasis: su rostro se puso resplandeciente y sus ojos parecían lanzar llamas; su compañera, muy turbada, pensó que daría buen ejemplo cubriéndose el rostro y aconsejando a Ángela que hiciera lo propio, pues sus ojos brillaban extraordinariamente: «Ocúltate, dijo a la beata, esconde tus ojos de las miradas de los hombres. ¿Qué van a decir de ti?» Ángela respondió: «Eso no tiene ninguna importancia; si encontramos a alguien, Dios nos protegerá». Arnoldo añade que la compañera de la beata tuvo que acostumbrarse a ese género de episodios, pues los éxtasis la sorprendían en los momentos más inesperados. Un Jueves Santo, Ángela dijo a su compañera: "Vamos a buscar a Jesucristo; tal vez le encontraremos en el hospital, entre los pobres y enfermos". Como no podían ir con las manos vacías, y lo único que poseían eran sus velos, que apreciaban tanto, la beata no tuvo reparo en venderlos para comprar algunos alimentos. «Y así -dice la misma Ángela-, pudimos ofrecer algo a los enfermos del hospital; después lavamos los pies a las mujeres y las manos a los hombres, pues era una pena verles solos y abandonados en sus miserables lechos. En particular, un pobre leproso quedó muy consolado». En el camino de vuelta experimentaron una gran consolación del cielo y así encontraron a Jesucristo aquel Jueves Santo.

De esta suerte pasó aquella vida extraordinaria de gran sencillez y abrumadoras gracias espirituales, hasta que, a fines de 1308, la beata sintió que se acercaba la hora de la muerte. Reunió pues, a todos sus hijos espirituales, los bendijo imponiendo las manos a cada uno y les hizo una última exhortación a la total confianza en Dios. La beata Ángela murió gozosa y apaciblemente el 4 de enero de 1309.

Poseemos, además, otro detalle de su vida. Ubertino di Casale ingresó en la orden de los frailes menores en 1273. Durante catorce años llevó una vida ejemplar. Era un hombre de gran saber, famoso en varias universidades. Al cabo de esos catorce años, Ubertino decayó del primer fervor y empezó a llevar una vida licenciosa. El mismo narra que conoció a la beata Ángela de un modo maravilloso, aunque no entra en detalles sobre el hecho, y que ella le demostró que podía leer su pensamiento. «Dios hablaba por su boca», según la expresión de Ubertino. Este se convirtió sinceramente y, en su narración indica que él fue solamente uno de los muchos que debían a Ángela la vida del alma.

Cierto que conocemos pocos detalles sobre la existencia diaria de Ángela; en cambio, sus escritos nos dan una idea clara de su vida interior. «Yo, Ángela de Foligno, tuve que atravesar dieciocho etapas del camino de penitencia, antes de comprender toda la imperfección de mi vida». El primero de esos pasos o etapas fue la conciencia del pecado, a la que siguieron la vergüenza de la confesión, la misericordia de Dios, el propio conocimiento y la cruz de Cristo. En la novena etapa, que la beata llamó «el camino de la cruz», renunció a los vestidos elegantes y a los manjares delicados; pero esto le costaba todavía mucho, pues no estaba aún poseída por el amor divino. En la décima etapa tuvo la visión de Jesucristo en respuesta a su oración: «¿Qué debo hacer para agradarte?» La visión de Cristo y de su Pasión le reveló la pequeñez de sus propios sufrimientos y la beata cuenta que lloró tanto y tan amargamente, que durante mucho tiempo tuvo que enjuagarse los ojos con agua fría. Después de la visión de la cruz, vino el conocimiento de la verdadera penitencia, que le llevó a abrazar una vida de pobreza absoluta. Así fue ascendiendo poco a poco, conociendo cada vez más a fondo la Pasión de Cristo. Dios mismo le enseñó a orar por medio del Padrenuestro. La beata empezó a distinguir las gracias que provenían de la Santísima Virgen y en la décima octava etapa llegó a tal unión con Dios y a tal dulzura en la oración, que se olvidaba de comer. En dicha etapa vendió su castillo predilecto.

Ángela nos cuenta que había habitado en dos abismos, uno hacia arriba y el otro hacia abajo. En la décima octava etapa fue arrebatada del abismo superior, como lo prueba el terrible capítulo que nos dejó sobre sus tentaciones. Se sentía privada de todos los buenos deseos y pensamientos. El demonio la asaltó con las más repugnantes tentaciones de los sentidos, infundiéndole el deseo de cometer pecados de los que nunca había oído hablar. Finalmente apareció de nuevo la luz y la beata tuvo un corto respiro. El otro abismo fue el de las tentaciones de falsa humildad, de excesiva reconcentración en sí misma y de escrúpulos. Se sentía violentamente inclinada a desgarrar sus vestidos y correr desnuda por las calles, con un collar de carne cruda y pescados, gritando: «He aquí a la más infame de las mujeres, que huele a vicio y mentira y los difunde por donde quiera que pasa. Eso es lo que yo soy, pura podredumbre. Hago creer a todos que no como carne ni pescado, pero en realidad soy una glotona muy dada a la bebida. Hago creer a todos que mis vestidos son ásperos, pero de noche duermo en colchones de plumas, que oculto por la mañana».

La beata intentó hacer creer estas acusaciones a los franciscanos y a sus hijas espirituales. Finalmente, se vio libre de esta maldición de la falsa humildad, pero cayó en el otro extremo del orgullo espiritual. Se sentía amargada y malhumorada. Esta tentación empezó en 1294 y duró dos años, hasta que Dios la sacó de aquel abismo y le dio a gustar su infinita bondad. Y así fue creciendo Ángela en el gozo espiritual, la nota característica de los primeros hijos de san Francisco de Asís. En múltiples visiones, Dios le dio a conocer su amor, su bondad y su ternura; y la beata fue penetrando cada vez más a fondo en el principio básico del Pobrecito de Asís, que reducía todas las cosas al amor. En la etapa de la plena unión con Dios, aun las mismas enseñanzas de la Sagrada Escritura sobre Dios y sobre la vida de Cristo eran más bien un estorbo, pues en Dios leía Ángela palabras más altas e imposibles de expresar. Cuando volvía en sí de tales experiencias, se sentía invadida de paz y llena de amor «aun por los demonios». Perdida en el amor, hasta la Pasión de Cristo se convertía en motivo de gozo. En ciertos momentos contemplaba el cuerpo del Señor, muerto por nuestros pecados, pero otras veces el placer del amor hacía desaparecer todo el dolor de la Pasión. Así pues, concluye Ángela, «la Pasión es para mí como un camino resplandeciente de vida».

Una gran parte del libro de las visiones está llena de descripciones extraordinariamente vividas, pero siempre respetuosas, de los sufrimientos y la crucifixión de Cristo. La beata parece elevarse cada vez más sobre los dolores y sufrimientos, siguiendo el ejemplo de Cristo, quien «dejó de lado el gozo que se le proponía y abrazó la cruz, sin tener en cuenta la humillación». Ángela narra que en cierta ocasión en que asistía a una representación de la Pasión, al aire libre, como se acostumbraba en la Edad Media, se sintió tan transportada de felicidad que le parecía haber sido introducida en la herida del costado de Cristo. Dios le concedió grandes favores y visiones durante la misa y la comunión.

Una de las últimas visiones de las que habla la beata es la de la Paz. Turbada por alguna cosa, Ángela había perdido la alegría y la tranquilidad. Dios le reveló entonces que le había hecho más favores que a cualquier otro de los habitantes de Espoleto. La beata preguntó que por qué se sentía tan abandonada de su mano. En respuesta, recibió una exhortación a la confianza total y poco a poco, se hizo en su alma una paz superior a la que había experimentado hasta entonces. El libro termina con la visión que la beata llama «el camino de salvación», en la que habla de la felicidad de quienes conocen a Dios, no a través de su dones, sino en sí mismo. «Señor -exclama Ángela-, dime qué quieres de mí, pues soy toda tuya. Pero no se me dio ninguna respuesta. Oré desde la hora de maitines hasta la hora de tercia y entonces vi y oí». Lo que vio fue un abismo de luz, un abismo sobre el que la verdad de Dios se extendía como un camino por el que pasaban los que iban a El y los que se apartaban de Él. Y la voz de Dios le dijo: «En verdad te digo que el único camino de salvación es seguir mis pasos desde la cruz sobre la tierra, hasta la luz que estás contemplando». Y las palabras divinas se hicieron cada vez más claras y distintas, y el camino se inundó de luz, hasta donde alcanzaba la vista.

Muy poco es lo que sabemos acerca de la vida de Ángela de Foligno, aparte de lo que ella misma nos cuenta. Su relato se hallará en Acta Sanctorum, 4 de enero. Fue reeditado por Boccolini en el siglo XVII y por Faloci-Pulignani a partir de 1899. En 1536, apareció en Italia un libro basado en el relato de la santa. El culto de la Beata Ángela de Foligno fue aprobado por Inocencio XII y otros Sumos Pontífices. En la Biblioteca de ETF se encuentra disponible el Libro de la Vida de la beata, fuente principal para adentrarse en su espiritualidad, en una buena traducción y edición de las Misiones Franciscanas Conventuales, que tomamos de Frate Francesco. Dentro de una serie de catequesis dedicadas a las grandes figuras femeninas de la mística, SS Benedicto XVI dedica una a la beata Ángela. El 9 de octubre de 2013, el papa Francisco autorizó la extensión del culto de la beata Foligno a la Iglesia universal, proclamándola santa, por un procedimiento denominado «canonización equivalente», por el que el Santo Padre obvia algunos pasos de la canonización habitual, cuando la fama continua de santidad junto con la extensión del culto en la Iglesia universal es ya un hecho asentado.