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Santa Coleta Boylet, virgen

Todas las instituciones humanas, por excelentes que sean, pueden degenerar fácilmente después de la muerte de sus fundadores o de sus sucesores inmediatos. Para sobrevivir, tienen que conservar el primitivo ideal o bien someterse a una reforma para recuperarlo. Todas las órdenes religiosas han tenido altibajos, períodos de gran actividad y de eclipse. La obra principal de santa Coleta fue precisamente la reforma de una de las familias religiosas más austeras: las clarisas. La influencia de la santa sobre su orden fue inmensa. Una de las ramas, la de las coletinas, le debe su nombre.

Coleta era hija de un humilde carpintero de la abadía de Corbie, en Picardía. Su nombre de bautismo era Nicoleta, pues sus padres eran muy devotos de san Nicolás de Mira. Coleta, como la llamaban todos, era muy hermosa y atractiva, pero su corta estatura preocupaba mucho a su padre. La joven pidió a Dios que la hiciese crecer y su oración fue escuchada. De joven, llevaba en su casa la vida de un ermitaño, entregada a la oración y al trabajo manual. Sus padres le dejaban en plena libertad, seguros de que la dirigía el Espíritu divino. A pesar del retiro en que vivía la joven, su hermosura empezó a llamar la atención de todos. Viendo en esto un obstáculo para su vida espiritual, Coleta pidió a Dios que le quitase toda belleza. Se cuenta que su rostro se volvió tan pálido y delgado, que las gentes apenas podían reconocerla, pero la bondad y modestia de la santa, conservaron todo su encanto.

Tanto el padre como la madre de Coleta murieron cuando la joven tenía diecisiete años. La dejaron al cuidado del abad de Corbie. La santa pasó algún tiempo en el convento, distribuyó entre los pobres su reducida herencia e ingresó en la Tercera Orden de San Francisco. El abad de Corbie le cedió una pequeña ermita, junto a la iglesia. La fama de la austeridad de Coleta se extendió y las gentes acudían para encomendarse a sus oraciones y pedirle consejo, hasta que Coleta decidió no recibir más visitas, y durante tres años vivió en absoluto silencio. Sin duda que, durante ese período, Coleta reflexionó mucho sobre el estado de su orden y habló de ello con su confesor, Fray Enrique de Baume, pues éste soñó que Coleta tenía entre las manos un ramo de hojas de vid sin ningún fruto, pero los racimos aparecieron en cuanto la santa arrancó algunas hojas. También Coleta tuvo varias visiones, en una de las cuales el mismo san Francisco se le apareció y le mandó que restableciese entre las clarisas la primitiva observancia. Coleta se sentía sin valor suficiente para ello; pero recibió una señal del cielo, pues durante tres días estuvo sorda y durante otros tres estuvo ciega. Alentada por su director, abandonó su retiro en 1406 y fue a exponer su misión en uno o dos conventos; pero pronto comprendió que para tener éxito necesitaba poseer autoridad. Descalza y vestida con un pobre hábito, Coleta partió a Niza a ver a Pedro de Luna, a quien el pueblo francés reconocía entonces como papa con el nombre de Benedicto XIII (aunque luego quedó históricamente como antipapa). Éste la recibió con mucho afecto, confirmó su profesión en la Orden de Santa Clara, la nombró superiora de todos los conventos de clarisas que reformase o fundase y llegó hasta extender su misión a la Orden de San Francisco. Por otra parte, nombró a Enrique de Baume asistente de la santa.

Con tales poderes, Coleta viajó de un convento a otro por Francia, Saboya y Flandes. Al principio encontró una violenta oposición y se vio tratada de fanática y hechicera; pero nada la afectó ni la hizo retroceder. Poco a poco fue imponiéndose, sobre todo en Saboya, donde su reforma despertó mucha simpatía y después en Borgoña, Francia, Flandes y España. El convento de las Clarisas Pobres de Besançon fue el primero que aceptó la reforma, en 1410. La fama de los milagros de la santa se extendió por todas partes. La duquesa de Borbón escribía: «Me muero de ganas de ver a esa Coleta de la que tanto se habla, que resucita a los muertos». El deseo de la duquesa se vio satisfecho y la santa ejerció una influencia enorme sobre la familia de Borbón. Según parece, aquella religiosa de humilde cuna impresionaba especialmente a los nobles de este mundo, como Blanca de Ginebra, la duquesa de Nevers, Amadeo II de Saboya, la princesa de Orange y el duque de Borgoña, Felipe el Bueno.

Se cuenta que en 1429, Coleta conoció en Moulins a santa Juana de Arco, quien pasó por ahí a la cabeza de un ejército para ir a sitiar la Charité-sur-Loire. El encuentro de esas dos extraordinarias mujeres de espíritu tan semejante, a pesar de que tenían misiones tan diferentes, debió ser muy interesante, si es que tuvo lugar; pero en realidad no existe ninguna prueba de que haya sido así. Un sitio muy relacionado con el nombre de santa Coleta es la ciudad de Le-Puy-en-Vélay, donde existe todavía el convento que la santa fundó, entre otros dieciséis, sin contar los que reformó, entre los que hubo algunos monasterios de frailes franciscanos.

La vida de actividad exterior de santa Coleta estaba sostenida por una vida interior de oración. La santa tuvo una visión de la Pasión y muerte de Cristo. Meditaba la Pasión todos los viernes, de las seis de la mañana a las seis de la tarde, sin probar alimento ni bebida. En todas las épocas del año, pero particularmente en la Semana Santa, entraba frecuentemente en éxtasis durante la misa o durante sus oraciones en la celda. Una gran luz la rodeaba en esas ocasiones y en su rostro se reflejaba un resplendor celestial. Sobre todo, después de recibir la comunión era arrebatada en éxtasis, que duraban a veces varias horas. En una de sus visiones apareció una multitud cuyos hombres y mujeres, numerosos como los copos de nieve en una tempestad, caían en el pecado. Desde entonces, oraba todos los días por la conversión de los pecadores y por las almas del purgatorio. Según se cuenta, murió pidiendo por ellos y por la Iglesia. Como su padre san Francisco, Coleta quería mucho a los animales, sobre todo a los más indefensos y buenos; los corderos y las palomas acudían a ella en cuanto aparecía y los pajarillos más tímidos volaban a comer en sus manos. También amaba mucho a los niños; jugaba con ellos y les bendecía, como lo había hecho Jesucristo.

Su última enfermedad la sorprendió en Flandes, donde había fundado varios conventos. Predijo su muerte, recibió los últimos sacramentos y descansó en el Señor en el convento de Gante, a los sesenta y siete años de edad. Cuando el emperador José II suprimió algunos de los conventos de las clarisas en Gante, lus religiosas transladaron los restos de santa Coleta al convento de Poligny, a cincuenta kilómetros de Besançon. La canonización tuvo lugar en 1807.

Aunque han desaparecido muchos de los documentos del siglo XVI sobre la santa, no faltan testimonios de sus contemporáneos y fuentes de primera mano. Según parece, se ha perdido el relato que escribió Enrique de la Baume, que fue durante treinta y tres años el confesor de Coleta, así como las memorias de otro de sus guías espirituales, el P. Francisco Claret; pero todavía se conserva la narración de su amiga e hija en religión, la hermana Perrine. Poseemos, además, muchas de las cartas de la santa y las memorias, un tanto desorganizadas, de Pedro de Vaux, quien fue su confesor durante los últimos años. La duquesa Margarita de Borgoña, hermana de Eduardo IV de Inglaterra, mandó hacer una hermosa copia del texto de Pedro de Vaux, con ricas miniaturas, y la regaló al convento de las coletinas. La dedicatoria que escribió con su propia mano en dicho ejemplar, fue la siguiente: «Vuestra leal hija Margarita de Inglaterra; rogad por ella y por su salvación». El manuscrito se conserva actualmente en el convento de las clarisas de Gante. El P. Ubaldo d'Alençon publicó en 1911 una edición de la traducción latina que hicieron los bolandistas de las biografías de la hermana Perrine y de Pedro de Vaux. Entre las biografías modernas, se cuentan las de Bizouart, Germain, Pidoux, Imle y Poirot. Ver también las interesantes notas del P. d'Alençon en Archivum Franciscanum Historicum, vols. II y ni (1909-1910). Hay una admirable biografía escrita por la Sra. Sainte-Marie Perrin (1923).