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Santa María Magdalena Postel, virgen y fundadora

Juan Postel y su esposa, Teresa Levallois, pertenecían a la burguesía del pequeño puerto francés de Barfleur. El 28 de noviembre de 1765 tuvieron una hija, a la que dieron los nombres de Julia Francisca Catalina. La niña fue siempre muy piadosa, y sobre ella se cuentan las anécdotas que abundan en las vidas legendarias de todos los que llegan un día al honor de los altares. Es digno de notarse que Julia hizo la primera comunión a los ocho años, es decir, cuatro años antes de lo que se acostumbraba en aquella época. Primero estuvo en una escuela de Barfleur, y más tarde fue a proseguir su educación en el convento de las benedictinas de Valognes, donde decidió consagrarse totalmente a Dios e hizo un voto de virginidad. A los dieciocho años salió de la escuela y volvió a Barfleur. Allí inauguró una escuela para niñas, y sus discípulas fueron, con el tiempo, el mejor testimonio de las cualidades de educadora que poseía la futura santa.

Cinco años después de la inauguración de la escuela, estalló la Revolución Francesa. En 1790, la Asamblea Nacional impuso al clero la obligación de jurar la Constitución, cosa que Pío VI consideró como un ataque contra la libertad de la Iglesia, no obstante lo cual, muchos miembros del clero prestaron el juramento y así, la Iglesia de Francia se vio desgarrada por el cisma. En Barfleur la mayor parte de los clérigos juraron, pero Julia Postel encabezó al grupo de los fieles que se negaron a recibir los sacramentos de sus manos. Julia improvisó una capillita debajo de la escalera de su casa, donde celebraba en secreto la misa el P. Lamache, párroco de Nuestra Señora de Barfleur, a quien se perseguía por haberse negado a jurar la Constitución. El P. Lamache tenía tal confianza en Julia, que dejaba el Santísimo Sacramento expuesto en el oratorio. Por su parte, la joven hacía cuanto podía para facilitar los ministerios del sacerdote. La persecución recrudeció tanto que, al poco tiempo, el P. Lamache creyó conveniente dejar de reservar el Santísimo Sacramento en la capillita y encargó a Julia de llevar el viático a los moribundos cuando él no podía hacerlo. Por ello, Pío X, en el decreto de beatificación de Julia, no vaciló en llamarla «sacerdotisa». Pero no sólo los sacerdotes perseguidos admiraban el valor de la joven. Los soldados encargados de registrar la casa de los Postel, dijeron al terminar las pesquisas: «Dejémosla en paz, pues no hace daño a nadie y es muy buena con los niños». Sólo una vida interior tan firme como la de Julia pudo soportar, año tras año, aquella serie de peligros, responsabilidades y sobresaltos que la mantenían en una constante tensión nerviosa. Pero, si Julia estaba siempre unida con Dios, en muchas ocasiones Dios la hacía sentir que estaba con ella.

Durante los cuatro años que siguieron al concordato de 1801, Julia trabajó cuanto pudo por reparar los daños que la revolución había causado a la vida religiosa del pueblo: enseñaba, catequizaba, preparaba a los niños y a los adultos a recibir los sacramentos, organizaba obras de misericordia y oraba constantemente. A los cincuenta y un años de edad, sin más recursos que sus manos y su inteligencia, sostenida únicamente por su buena fama y el testimonio escrito de un sacerdote, Julia se trasladó a Cherburgo, donde, según había oído, las autoridades necesitaban maestros de escuela. Se presentó al P. Cabart y le dijo: «Quiero instruir a la juventud e infundirle el amor de Dios y del trabajo. Quiero ayudar y socorrer a los pobres. Desde hace tiempo, estoy convencida de que hace falta una Congregación religiosa para realizar todo eso». El P. Cabart sabía aprovechar el entusiasmo y reconocer la capacidad de sus feligreses; así pues, respondió a Julia que necesitaba precisamente de una mujer impulsada por esos ideales y que él se encargaría de conseguirle una casa. En efecto, al poco tiempo rentó una para instalar la escuela. Julia la puso bajo el patrocinio de la Santísima Virgen, Madre de Misericordia (a la que había estado también consagrada la capillita bajo la escalera de su casa) y emprendió el trabajo de la enseñanza con otras tres compañeras: Juana Catalina Bellot, Luisa Viel y Angelina Ledanois. Las cuatro hicieron los votos religiosos en 1807, en presencia del P. Cabart, quien representaba al obispo. Julia tomó el nombre de María Magdalena. En el informe que las religiosas presentaron tres años después a la comisión de caridad, consignaban que la escuela contaba con doscientas alumnas a las que se impartía instrucción religiosa y profana, que a otras se enseñaban los trabajos manuales, que se había colocado en diversas instituciones a varios pilluelos de la calle y se habían repartido diez mil francos en limosnas.

En 1811, cuando la comunidad contaba ya con nueve miembros, las Hermanas de la Providencia volvieron a Cherburgo. Para evitar aun la más leve npariencia de envidia, la comunidad de María Magdalena se trasladó a Octeville L´Avenel, donde vivieron las religiosas seis meses, en una barraca contigua o la escuela. Después emigraron a Tamerville, donde se dedicaron a cuidar a los huérfanos y a los pobres. Pero nuevamente tuvieron que ponerse en camino, esta vez a Valognes. Parecía que la obra de Santa María Magdalena iba a desmoronarse, pues en dicha población había ya tres escuelas de religiosas; por otra parte, la comunidad, de la que dependían doce huérfanos, tenía que vivir del trabajo de sus miembros. Por entonces, murió la hermana Rosalía y al divulgarse el rumor de que había perecido de hambre, el P. Cabart consideró que era la gota de agua que colmaba el vaso y decidió dispersar a la comunidad. Pero la superiora pensaba de otro modo y respondió a los mensajeros del P. Cabart: «Decid al padre que tengo una certeza tan absoluta de que el Señor desea que prosiga adelante, que no estoy dispuesta a cejar. Dios, que me ha dado a mis hijas y vela por los pajarillos del campo, puede darnos todo lo necesario. Mientras Dios me dé un átomo de fuerzas para trabajar, no abandonaré a mis hijas». Dios iba a premiar ese acto de total confianza. Pero la comunidad tenía que vivir aún ratos muy amargos. Las religiosas pasaron grandes estrecheces en Hamel-au-Bon y, para sostenerse, hicieron trabajos de costura y confección, y aun participaron en las labores del campo. Finalmente, las autoridades de Prince Le Brun les ofrecieron la casa que habían ocupado antes en Tamerville y les pidieron que se encargasen de una escuela. Por la misma época, se declaró una carestía que proporcionó a la madre María Magdalena y sus religiosas la ocasión de ganarse el afecto del pueblo. En 1818, una ley local obligó a la superiora, que tenía ya sesenta y dos años, a pasar un examen si quería seguir en la enseñanza. Aunque las muertes habían reducido el número de religiosas a cuatro, la madre María Magdalena inauguró una escuela en Tourlaville. Con la expansión de las actividades, empezó a aumentar el número de vocaciones y, en 1830, fue necesario conseguir un nuevo convento. La madre superiora obtuvo de las autoridades que le permitiesen ocupar la ruinosa abadía de Saint-Sauveur-le-Vicomte, que había sido fundada en el siglo XI y abandonada durante la Revolución. En los doce primeros meses, a las quince religiosas que formaban la comunidad, se sumaron diez postulantes, entre las que se contaba la beata Plácida Viel. En 1837, la superiora sustituyó las reglas que habían regido hasta entonces a la comunidad (a instancias de varias de las religiosas y sin una sola palabra de protesta por parte de la madre María Magdalena), por las reglas que la Santa Sede había aprobado para los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Al mismo tiempo se inauguró el noviciado canónico y, al fin del primer año, Mons. Delamare, obispo de Coutances, que era gran amigo de la comunidad y su principal consejero, recibió los votos de las religiosas.

Aunque no escasearon las pruebas ni las cruces en los últimos ocho años de vida de la fundadora, fue ése un período de expansión y de éxito. La congregación creció mucho, el número de discípulas aumentó también y se empezó a reconstruir la iglesia de la gran abadía de Saint-Sauveur-le-Vicomte. La madre María Magdalena murió el 16 de julio de 1846, a los noventa años de edad, sin haber visto terminada la iglesia. A la fama de su santidad se añadieron pronto numerosos milagros y la humilde religiosa fue canonizada en 1925. La vida de santa María Magdalena Postel se identificó, durante cuarenta y un años, con los progresos y vicisitudes de su congregación. Aunque la Iglesia no hubiese elevado a la santa al honor de los altares, su nombre sería famoso por haber fundado a las Hermanas de las Escuelas Cristianas.

Véase la obra de Mons. Grente, Une sainte normande (1946), así como la biografía que dicho autor escribió mucho tiempo antes. En francés existen varias otras biografías, como la de Mons. Legoux (1908, dos vols.) y la de P. de Crisenoy.