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Santa María Soledad Torres Acosta, virgen y fundadora

Santa María Soledad Torres Acosta, junto con las santas María Micaela Desmaisiéres, Joaquina Vedruna y Vicenta López, forma parte del escuadrón de virtuosas mujeres españolas que alcanzaron un grado de santidad heroica al servicio de los enfermos en el siglo XIX. Los padres de María Soledad eran Francisco Torres y Antonia Acosta, una pareja ejemplar de modestos comerciantes de Madrid. María, la segunda de sus cinco hijos, nació en 1826. La niña, que recibió en el bautismo el nombre de Manuela, era apacible y tan generosa que desde pequeña solía ocultar un poco de comida para repartirla entre los mendigos, y estaba siempre más pronta a enseñar el catecismo a los niños pobres que a jugar con ellos. En una época frecuentó el convento de las religiosas de Santo Domingo y parece que se sintió inclinada a ingresar en él, pero finalmente decidió esperar una indicación más clara de la voluntad de Dios.

La señal llegó cuando el servita Miguel Martínez y Sanz, vicario de una parroquia del barrio de Chamberí, angustiado por el crecido número de enfermos que había en su distrito, reunió en 1851 a siete mujeres en una comunidad religiosa para que se consagrasen al cuidado de los enfermos. Manuela ingresó en dicha comunidad a los veintiocho años y escogió el nombre de María Soledad, en honor de Nuestra Señora de la Soledad.

Aunque no escasearon las dificultades tanto interiores como exteriores, la nueva congregación fue creciendo gradualmente. Cinco años después de la fundación, el P. Miguel partió a Po con la mitad de los miembros para establecer allí una nueva congregación. María Soledad quedó como superiora de las seis religiosas de la casa de Madrid. En un momento dado, pareció que las autoridades eclesiásticas de la capital iban a disolver la comunidad, pero el P. Gabino Sánchez, su nuevo director, ayudó a María Soledad a obtener el apoyo de la reina, y así quedó conjurado el peligro. En 1861, empezó a despejarse el horizonte, ya que las Siervas de María recibieron entonces la aprobación diocesana, y otro agustino, el P. Angel Barra, fue nombrado director. La congregación amplió su campo de actividades con una institución para atender a las jóvenes delincuentes, y las fundaciones empezaron a multiplicarse.

Durante la epidemia de cólera de 1865, la caridad heroica de María Soledad y sus compañeras les ganó el agradecimiento de los madrileños. Algunos años más tarde, una parte de las religiosas se independizó de la superiora para formar una nueva congregación. Naturalmente, no escasearon entonces las acusaciones tan comunes en la vida de las fundadoras de congregaciones religiosas. Según la expresión de una de sus súbditas, santa María Soledad era como el yunque sobre el que se descargan todos los golpes. Pero el cielo premió la paciencia de su sierva concediéndole, en 1875, el gozo de ver su congregación extenderse hasta Santiago de Cuba. A partir de entonces, se aceleró el desarrollo de la obra: las casas y hospitales de la congregación surgieron en todas las provincias de España y ese período de multiplicación culminó en 1878, cuando se confió a las Siervas de María el antiguo hospital de San Carlos del Escorial.

El crecimiento de la congregación continuó durante los diez últimos años de la vida de María Soledad, que fueron extraordinariamente serenos. A fines de septiembre de 1887, la santa cayó enferma. El 8 de octubre, sus religiosas comprendieron que se acercaba su fin y le pidieron: «Madre, bendecidnos como san Francisco a sus hijos». María Soledad movió la cabeza en señal de negativa; pero una de las religiosas la ayudó a erguirse un poco en el lecho, y entonces la fundadora dijo lentamente, al tiempo que alzaba la mano: «Hijas mías, vivid siempre en paz y unión». El 11 de octubre murió apaciblemente. Había sido durante treinta y cinco años la directora, la guía y la inspiradora de las Siervas de María. Bajo su dirección, la pequeña semilla de las seis primeras religiosas había producido una congregación floreciente, bien disciplinada, muy efectiva y profundamente fervorosa. La obra seguiría extendiéndose después de la muerte de María Soledad, por Italia, Francia, Portugal y América. A muy pocos es dado comprender la humildad, la caridad, la prudencia y el olvido de sí mismo que exige la fundación de una obra de tal envergadura, pero la Iglesia, que lo sabe muy bien, beatificó en 1950 a la Madre María Soledad, y SS. Pablo VI la canonizó en 1970.

En Acta Apostolicae Sedis, vol. XLII (1950), pp. 182-197, puede verse el documento de beatificación y una nota biográfica. Existe en italiano una biografía escrita por E. Federici (1950); se trata de una obra sustancialmente exacta, pero prolija. En español existe por lo menos la biografía de J. A. Zugasti. Puede leerse, parte en español, parte en italiano, la homilía de Pablo VI en la canonización.