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Santos Mauricio, Exuperio, Cándido, Víctor y compañeros de la Legión Tebea, mártires

A fines del siglo III, varios miles de «bagaude», pobladores de las Galias, se levantaron en armas, y el Augusto Maximiano Herculio marchó de Roma para sofocar la rebelión, al frente de un gran ejército en el que figuraba la Legión Tebana. Los guerreros de aquella legión habían sido reclutados en el alto Egipto y todos eran cristianos. Cuando el ejército llegó a Octodurum (Martigny), sobre el Ródano, poco antes de su desembocadura en el lago de Ginebra, el Augusto Maximiano dio una orden para que todos sus soldados se uniesen a la ceremonia de ofrecer sacrificios a los dioses por el éxito de su expedición. Todos los miembros de la Legión Tebana se retiraron para acampar en las proximidades de Agaunum (que en la actualidad se llama Saint Maurice-en-Valais, en homenaje a san Mauricio), después de anunciar que se negaban rotundamente a tomar parte en los ritos. Repetidas veces, Maximiano envió mensajeros al campamento de los tebanos para exigirles obediencia y, en vista de las reiteradas y unánimes negativas, condenó a los legionarios a ser diezmados. Así, un hombre de cada diez fue sacrificado. Cumplida la sentencia, se reiteraron los llamados de Maximiano para que los tebanos acataran las órdenes o se arriesgaran a ser diezmados nuevamente, pero todos, sin faltar uno, respondieron que estaban dispuestos a sufrir cualquier penalidad, antes que tomar parte en un culto contrario a su religión. En aquella general manifestación de fe, los legionarios fueron alentados y asesorados, sobre todo, por tres de los oficiales: Mauricio, Exuperio y Cándido, que desempeñaban los puestos de primicerius, campiductor y senator militum, respectivamente. Maximiano llegó en persona al campamento de los rebeldes para advertirles que no confiaran en salvarse una vez pagado aquel segundo diezmo, puesto que, si persistían en su desobediencia, ni un solo hombre de la legión quedaría con vida. Los soldados comisionaron a uno de los suyos para que respondiera a Maximiano en nombre de los demás, con todo respeto:


«Somos vuestros soldados, señor, pero ante todo somos servidores del verdadero Dios. Os debemos la obediencia en las obligaciones militares, mas no podemos renunciar a Aquél que es nuestro Creador y nuestro Amo y que es también el vuestro, aunque vos lo rechacéis. En todas las cosas que no sean contrarias a Su ley, os obedeceremos con nuestra mejor voluntad como lo hemos hecho hasta ahora. Siempre hemos hecho frente a vuestro enemigo, cualquiera que fuese, pero no podemos manchar nuestras manos con la sangre de gentes inocentes. Nos hemos comprometido con un juramento a Dios antes de haber jurado serviros en el ejército, y ni vos mismo podríais confiar en nuestro segundo juramento, si no somos capaces de cumplir fielmente con el primero. Nos ordenáis castigar a los cristianos, pero no miráis que nosotros mismos somos cristianos. Confesamos a Dios Padre, autor de todas las cosas y a su Hijo Jesucristo. Hemos visto cómo mataban a nuestros compañeros, sin lamentarnos por su muerte y, antes bien, nos regocijamos por el honor que les cupo en suerte. No penséis, señor, que vuestra provocación nos incita a la rebeldía. Tenemos armas en las manos, pero no por eso nos resistimos a obedeceros, sino por la razón de que preferimos morir inocentes a vivir en pecado.»

La Legión Tebana constaba de seis mil seiscientos hombres y, como Maximiano perdió toda esperanza de doblegar su constancia, ordenó al resto de su ejército que cercara a los tebanos y les hiciera pedazos. Ninguno de los cristianos ofreció resistencia y todos se ofrecieron al sacrificio con la mansedumbre de los corderos. La matanza fue espantosa: un vasto espacio de terreno quedó cubierto por el montón de cadáveres del que manaban arroyos de sangre. Maximiano acudió a inspeccionar la obra y, evidentemente satisfecho, mandó a sus soldados que despojaran a los muertos de sus ropas y sus armas y se quedasen con ellas como botín. Se hallaban todos entregados a la macabra tarea, cuando un veterano llamado Víctor rehusó participar en ella. Sus compañeros le preguntaron si también era cristiano, a lo que respondió afirmativamente. En seguida se precipitaron sobre él y le mataron. A otros dos soldados de aquella legión, llamados Víctor y Urso, que habían quedado rezagados en la marcha, en cumplimiento de alguna orden, se les buscó hasta encontrarlos en la ciudad de Soloturno donde fueron asesinados. De acuerdo con diversas leyendas locales, los pocos miembros de la legión que no fueron exterminados en la matanza general por haberse hallado ausentes en aquellos momentos, como san Alejandro de Bérgamo, los santos Octavio, Adventor y Solutor, en Turín, y san Gereón, en Colonia, fueron igualmente localizados y muertos por su fe.

San Euquerio, al referirse a las reliquias de los legionarios que se conservaron en Agaunum por aquel entonces, dijo: «Mucha gente acude de las diversas provincias para honrar devotamente a estos santos, y no son pocos los que dejan en su santuario presentes de oro y plata y diversos objetos. Yo sólo puedo ofrecerles, humildemente, esta obra de mi pluma y les ruego que intercedan por el perdón de mis culpas y que no cesen de otorgarme su protección.» El mismo autor hace mención de numerosos milagros que ocurrieron en aquel santuario y habla de cierta mujer paralítica que recuperó el movimiento gracias a los santos mártires, «y ahora porta con ella, por todas partes, el testimonio del milagro», agrega san Euquerio. Este santo fue el testigo principal en la historia que acabamos de relatar. Era obispo de Lyon durante la primera mitad del siglo quinto y, a pedido de otro obispo, llamado Salvio, realizó investigaciones y escribió un relato sobre la matanza de Agaunum y los mártires de la Legión Tebana, en cuyo honor se erigió en aquella ciudad una basílica hacia fines del siglo cuarto, con motivo de una visión que tuvo el entonces obispo de Agaunum, llamado Teodoro, sobre el lugar donde se hallaban sepultados sus restos. Euquerio afirma que obtuvo sus informes de Isaac, obispo de Génova, quien, a su vez, según piensa el autor, las consiguió del propio Teodoro. Debe observarse que, como se dice en nuestro relato, los legionarios, en su manifiesto, aluden a su negativa para derramar la sangre de los cristianos inocentes. Parece indudable que, por lo menos, esa parte de la protesta haya sido agregada por san Euquerio, quien declara que los tebanos fueron muertos por negarse a tomar parte en la matanza de los cristianos y no hace ninguna mención sobre la rebelión de los «bagaude» en las Galias. En otras narraciones sobre estos mártires se dice que sufrieron la muerte por haber rehusado sacrificar ante los dioses. San Mauricio y sus compañeros de la Legión Tebana han sido objeto de muchas discusiones, investigaciones y estudios. Es improbable que la legión entera haya sido sacrificada, no porque los generales del imperio romano no fuesen capaces de emprender una matanza en masa como aquélla, sino porque las circunstancias de la época y la carencia absoluta de pruebas contemporáneas están en contra de la completa autenticidad de la historia. Alban Butler se lamenta de que «la veracidad de aquel sucedido» haya sido puesta en tela de juicio por algunos historiadores protestantes, pero también los investigadores y estudiosos católicos han manifestado sus vacilaciones para aceptarla, y algunos han llegado a decir que toda la historia es falsa e inventada. Sin embargo, parece evidente que la matanza de san Mauricio y sus compañeros de Agaunum es un hecho histórico; el número de hombres que murieron entonces, es otra cuestión; hay muchas posibilidades de que, con el correr del tiempo, se haya llegado a creer que una simple escuadrilla era una legión.

La iglesia construida por san Teodoro de Octodurum, en fechas posteriores al suceso, se convirtió en el centro de una abadía que fue la primera en Occidente que mantuvo el rezo continuo del oficio divino, de día y de noche, con turnos de coros. Aquel monasterio quedó en manos de los canónigos regulares y es ahora una abadía nullius. Ahí se conservan las reliquias de los mártires en un relicario que data del siglo sexto, pero tanto las reliquias como la veneración a los legionarios tebanos se han extendido mucho más allá de las fronteras de Suiza. En la liturgia de la Iglesia de Occidente se les conmemora. San Mauricio es el patrón de Saboya y de Cerdeña, de diversas ciudades, de los soldados de la infantería, los forjadores de espadas, los tejedores y los tintoreros.

El texto de san Euquerio, que ha sufrido muchos agregados y modificaciones, se encontrará en los insertos de Ruinart en el Acta Sanctorum, sept. vol. VI; pero es de primera importancia consultar la edición de B. Krusch en Monumenta Germaniae Historica, Scriptores Merov., vol. III, pp. 32-41. Sobre la cuestión del martirio en masa, el escrito más sobrio y digno de confianza es el de M. Besson, Monasterium Acaunense (1913). Besson disiente de los puntos de vista extremados de Krusch, a pesar de que también los suyos se prestan a críticas (cf. Analecta Bollandiana, vol. XXXIII, pp. 243-245). El asunto se trata también extensamente en el Dictionnaire d'Archéologie chrétienne et de Liturgie, vol. X (1932), cc. 2699-2729, de H. Leclercq. Ver también a O. Lauteburg y R. Marti-Wehrn, en Martyrium von sankt Mauritius. Die Legende (1945).